Por
PAULINE MILLER/www.nytimes.com
“¿Y si tan solo nos casamos?”, preguntó Chris.
“Muy bien”, le dije, y después
me desmayé de cansancio.
4
de diciembre de 2017.- No sabía qué me pasaba; sentía que mi
cuerpo se estaba apagando. Necesitaba ir al hospital pero, como actriz sin
grandes oportunidades que tenía empleos de medio tiempo para pagar las cuentas,
no tenía seguro médico.
Chris y yo habíamos estado
juntos y felices durante tres años, viviendo en departamentos separados en la
ciudad de Nueva York. Ninguno de nosotros estaba ansioso por casarse. Él era
divorciado y no estaba listo para apresurar nada. Yo quería estar con alguien
que amara, pero me creía demasiado progresista para tener una relación tan
convencional.
Era cínica respecto del
amor, o quizá cínica por lo que el matrimonio le podía hacer al amor. Me
acechaban mis recuerdos de la infancia sobre el matrimonio de mis padres.
Cuando tenía 5 años, mi madre se casó con mi padrastro cuatro meses después de
conocerlo, sin darse cuenta de lo difícil que sería unir a nuestras familias,
tan diferentes.
Ambos habían enviudado de
sus primeras parejas debido a enfermedades inesperadas, pero tenían
perspectivas opuestas sobre cómo ser padre soltero. Básicamente, ella se hizo
estricta y él se hizo permisivo, lo cual significa que combinar nuestras
familias fue como mezclar las series Déjaselo a Beaver y Shameless. Siguieron
casados, pero gran parte de mi infancia fue un desastre doloroso que me
convenció de que no existía el amor, sino que solo se trataba de una euforia
temporal e ilusoria.
Sin embargo, aquí estaba,
desafiando mis convicciones y aceptando una propuesta de amor (y beneficios de
salud). Los síntomas de mi enfermedad me llegaron poco a poco. No reconocí lo
grave de la situación sino hasta que las cosas se pusieron mal un domingo por
la noche en la casa de los padres de Chris.
Mientras estábamos
sentados en la mesa, me sentí ridículamente fría y ni siquiera tenía la fuerza
para seguir sentada. “Me está dando gripa”, dije. “Tengo que recostarme”.
Enterrada bajo tres cobijas
sobre el sofá, seguía temblando. El padre de Chris fue a verme a la sala. “Esa
no es gripa”, dijo. “Debes ir al médico”.
No hice nada durante dos
días. Después, llamé a mi amigo internista que vive en Reno, Nevada. Le
describí mis síntomas, incluyendo las extrañas erupciones en mi rostro y los
tobillos que empezaban a hincharse. Me ordenó que fuera a la sala de
emergencias.
“¿Tengo que hacerlo?”. Mi
capacidad de negación era sorprendente.
“Es posible que algo esté
muy mal con tus riñones. Ve”.
Intenté no entrar en
pánico mientras pasé los siguientes dos días explorando opciones de seguro
médico. El seguro de Freelancers Union resultó ser demasiado caro y declararme
en bancarrota me hacía sentir al borde del desastre. Me estaba volviendo loca
tanto por el dinero como por la idea de morir.
Fue entonces que Chris me
pidió que me casara con él. No era lo que la mayoría de la gente consideraría
una propuesta de ensueño, pero estaba haciendo lo que podía porque me amaba y
quería salvarme la vida. ¿Hay algo más romántico que eso?
Me preocupaba estar
usándolo porque, aunque lo amaba mucho, no creía en el matrimonio. No veía por
qué un pedazo de papel cambiaría nuestra relación, más allá de vivir en un
apartamento pequeño en vez de dos (aunque, desde luego, podíamos hacer eso sin
casarnos).
De cualquier forma, no
tenía la capacidad de pensar al respecto en ese momento. Intenté convencerme de
que no era la gran cosa, pero sabía que existían diferencias tangibles e
intangibles.
Chris se reportó enfermo
al trabajo el lunes por la mañana y después le preguntó al departamento de
Recursos Humanos cuánto tardaría en cobrar efecto el seguro médico para su
nueva esposa. La respuesta: ¡de inmediato!
Le pidió a su mejor amigo,
Frank, que fuera nuestro testigo en el ayuntamiento en unas horas. Puesto que
es un hombre precavido, Frank dijo: “Mmm, detengámonos un minuto y
reflexionemos al respecto…”.
Chris le colgó.
Llamé a Rachel, mi amiga
actriz, quien desbordaba alegría de poder ayudar. Después, Chris fue a su
departamento a recoger la copia que necesitaba de sus papeles de divorcio. Tomó
el metro en el centro, caminó a través del puente de Brooklyn y llamó a su
terapeuta para que lo apoyara. La consulta con sus padres habría sido demasiado
complicada en todos los aspectos, así que nos la saltamos, y decidimos que
después sufriríamos las consecuencias de haberlos lastimado.
Me puse mis mejores
pantalones de mezclilla, mi blusa favorita de Macy’s, negra, de encaje con
flores bordadas color rojo y rosa, y me recogí el cabello de los lados. No
tenía la fuerza para hacerlo bien, pero no quería parecer un desastre total en
mi boda.
Chris, Rachel y yo nos
reunimos en la escalera del ayuntamiento en el Bajo Manhattan, las que siempre
muestran en La ley y el orden. Rachel nos dio los anillos de juguete que compró
en una máquina expendedora del supermercado. Ella y Chris me llevaron cargando
entre los dos a los edificios para hacer todo el papeleo mientras el receso por
la hora de la comida se acercaba velozmente y entonces, apenas, pasamos. Por
suerte, Rachel, que sabe coquetear, utilizó sus encantos con el funcionario y
él se apresuró a terminar nuestro papeleo.
Nos envió a un tercer
edificio para la ceremonia. El salón municipal, húmedo y frío, parecía estar
congelado en la década de los sesenta. Nos formamos en una larga fila entre lo
que supusimos que era una novia por correo y su novio, así como una adolescente
embarazada con su novio de 25 años con cabello grasoso.
Nuestra jueza le daba un
aire a la del programa Judge Judy. Mientras hablaba, Chris me sostenía de un
lado y Rachel del otro. Todo duró cinco minutos.
“Felicitaciones”, dijo
nuestra jueza. Después gritó: “¡Siguiente!”.
Rachel llamó a un taxi
para ella y para mí, mientras Chris corrió a su oficina para ponerme en su
seguro. Llamó mientras estábamos atoradas en el tránsito para saber a qué
hospital íbamos; llegó a tiempo para mi proceso de admisión.
A lo largo de los
siguientes cinco días que pasé ahí, un grupo de especialistas concluyó que
tenía lupus, una enfermedad autoinmune que provoca que el cuerpo ataque a sus
órganos internos. Había estado al borde de la falla renal y pude haber muerto.
Para muchos, descubrir que tienen lupus es un camino largo y misterioso, porque
a menudo no hay diagnóstico definitivo. Pero yo tuve “suerte” —un caso inconfundible
con todos los síntomas evidentes—.
Chris fue un superhéroe
durante nuestra primera semana de matrimonio, que pasé en el hospital. Iba a su
trabajo, después a mi apartamento (si yo necesitaba algo), después al hospital,
donde a veces se quedaba toda la noche. Y volvía a hacerlo todo el día siguiente.
Nuestro quinto día de
matrimonio cayó en Halloween, mi festividad favorita, y Chris llegó al hospital
con pelucas de punk rock y collares de Mardi Gras. Esa noche fui dada de alta y
salimos del hospital disfrazados, a la calle y a un restaurante, donde comí
comida de verdad por primera vez en una semana. Así comenzaron mis aventuras
como guerrera del lupus y mujer casada.
Nueve años después, me
hicieron una punción lumbar, una biopsia de riñón y un sinfín de inyecciones de
plaquetas. He tomado suficientes medicamentos para matar a un caballo. He visto
a mis doctores cada seis a doce semanas sin falta y cambié por completo mi
dieta y mi estilo de vida; también dormí más de lo que creí humanamente
posible. Me tomó años recuperarme de la primera recaída, pero he tenido la
suerte de vivir dos periodos de remisión extendida; ahora estoy en el segundo.
Chris y yo aún estamos
casados y vivimos en un apartamento estudio con nuestro bichon frisé, Willie.
No hemos querido matarnos ni una sola vez. (Bueno, quizá una vez, pero cuando
tú o tu esposo casi mueren, es menos probable que se molesten por las
pequeñeces).
Después de que mi crisis
de salud inmediata pasó, pude mirar en retrospectiva y apreciar lo mucho que
hizo Chris para cuidarme. Su lado pasivo desapareció en cuanto me propuso
matrimonio. Jamás lo había visto tomar el mando así (¡fue sexy!). Se casó
conmigo, aunque se arriesgaba a sufrir la gran furia de sus padres
conservadores quienes, como bien lo supuso, se impactaron cuando les dijimos
que nos casamos sin decirles.
Me gusta pensar que si las
circunstancias no nos hubieran obligado a casarnos, estaríamos viviendo de la
misma manera que lo hacemos ahora, pero sin anillos. Sospecho que habríamos
terminado por mudarnos juntos. Mantuve mi apellido, así que sería lo mismo. Las
obligaciones familiares quizá serían distintas, pero quizá no.
¿Pero acaso nos habríamos
vuelto tan unidos si no hubiéramos experimentado la emergencia médica que nos
obligó a casarnos? Lo dudo. El lupus me despertó y me obligó a arriesgarme y
tener fe en Chris.
Lo que aprendí fue esto:
casarse con alguien que amas es mucho mejor que estar casada con tu propio
cinismo.
Pauline Miller, una
escritora de la ciudad de Nueva York, publica en su blog RollingWithLupus.com.
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