Redacción Central BBC News Mundo
Una noche de enero de 1917, un granjero, preocupado por su libido,
visitó al doctor de un pequeño pueblo de Kansas, Estados Unidos.
Por mucho tiempo, no había tenido una erección, le confió: «Es como una
llanta pinchada».
«He ido a muchos médicos y gastado un montón de dinero, y ninguno de ellos me ha hecho ningún bien».
«He tenido muchos casos como el suyo», le respondió el doctor. «He usado
sueros, medicinas y electricidad para hombres sexualmente débiles. No creo que
haya beneficiado a ningún paciente con ninguno de ellos».
«La ciencia médica no sabe nada que pueda realmente ayudar en una
condición como la suya», sentenció.
Mirando por la ventana, vio unas cabras e hizo un comentario al aire:
«No tendrías ese problema si fueras un macho cabrío».
«¿Si tuviera los testículos de un macho cabrío? ¡Póngamelos!», exclamó
el granjero.
«Podría matarte», le advirtió el médico.
«Pero vale la pena el riesgo», fue la respuesta del granjero.
Esta es una versión de la conversación.
Hay otras, con más detalles, varios difíciles de confirmar pues esta es
una historia con pinceladas de leyenda. Pero por increíble que te pueda
parecer, es real.
Y se recuenta, no sólo porque es peculiar, sino también porque ilustra
cuán ávida de panaceas puede llegar a estar la gente, y cuán difícil es
controlar a los curanderos.
El protagonista
John R. Brinkley, el doctor, no llevaba mucho más de dos semanas
atendiendo pacientes en la farmacia donde el granjero lo consultó.
Había llegado tras ver un anuncio que decía: «Milford, Kansas, población
de 2.000. Necesitamos un médico».
Cuando fue a explorar la posibilidad, descubrió un error tipográfico: la
población en realidad era de 200 habitantes.
Era un pueblo poco atractivo, en el que no había ni carreteras
pavimentadas, pues ni siquiera había tráfico, ni sistemas de agua,
alcantarillado o electricidad.
Pero Brinkley tenía apenas US$23 y muchas deudas.
Tenía además una esposa, Minnie Telitha, quien estalló en llanto cuando
él le dijo que se mudarían a Milford.
Lo que no tenía era mucha experiencia en el campo de la salud, y la que
tenía era episódica y no muy ortodoxa.
Se reducía a un espectáculo médico que montó con su primera esposa
cuando tenía 22 años, en el que vendían pociones en medio de cantos y bailes.
Aparte de eso, comenzó un negocio en 1913 con un socio en Greenville,
Carolina del Sur, en el que trataban a hombres con problemas de vigor
masculino.
Duró dos meses y terminaron encarcelados por practicar medicina sin
licencia y pagar con cheques falsos. Y, un par de años después, trabajó
brevemente como uno de los médicos de una empacadora de carne, y quedó
deslumbrado por las vigorosas actividades de apareamiento de las cabras
destinadas al matadero.
Sin embargo, desde joven, Brinkley quiso ser doctor, y cada vez que
podía se matriculaba en universidades intentando completar la carrera.
Así que, para cuando llegó a Milford, tenía un diploma de Medicina que,
a pesar de su dudosa procedencia, le permitía ejercer en 8 estados.
Pronto, se ganó una buena reputación por su atención a los afectados por
la virulenta y mortal pandemia de gripe de 1917-1918.
Pero, con esa visita del granjero, su práctica empezó a virar en una
dirección cada vez más sorprendente.
Volvamos a esa noche y a esa conversación.
Secreto a voces
La mención de los testículos de las cabras le había dado al granjero
impotente una esperanza.
En esa época la idea del xenotransplante -tomar órganos o pedazos de
otros animales y ponerlos en humanos con fines terapéuticos- no era nueva y
generaba considerable interés entre los médicos de la corriente dominante.
Pero concebir algo así tan a la ligera era absurdo. No obstante, un rato
después los dos hombres ya tenían un plan detallado. Acordaron que la operación
se haría en secreto.
El granjero traería la cabra en la noche, al amparo de la oscuridad, y
regresaría a casa antes del amanecer.
Su esposa llamaría al médico la mañana siguiente a decirle que su marido
tenía gripe, lo que le daría al doctor una excusa legítima para estar pendiente
de la convalecencia de la singular intervención quirúrgica.
Según una biografía de Brinkley -que se cree él mismo comisionó-, dos
semanas después el granjero visitó de nuevo al doctor, pero esta vez para
entregarle un cheque por US$150.
Estaba tan contento con el resultado, dijo, que «si pudiera le habría
pagado 10 veces más», escribió el autor de «La vida de un hombre», Clement
Wood, en 1937.
A pesar de todas las precauciones, el chisme se regó y, nuevamente bajo
un estricto secreto, otro hombre acudió a pedirle a Brinkley el mismo
procedimiento.
Su nombre era William Stittsworth y quedó tan contento con los
resultados que un mes después llevó a su esposa para que le trasplantaran un
ovario de cabra.
La disfunción sexual atormentaba a quienes la padecían, y Brinkley
ofrecía una fuente de la juventud.
Muchos más acudieron en pos de ella y, con aparentemente resultados
positivos generalizados, él fue acumulando una fortuna.
Su negocio creció aún más con el respaldo de personajes prominentes,
como JJ Tobias, rector de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago.
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