Orestes Lorenzo era un héroe de guerra en Cuba. Pero un día se hartó del régimen comunista y enfiló su poderoso MiG 23BN hacia los Estados Unidos. Como el castrismo no dejaba salir a su mujer y a sus hijos y lo desafió a regresar, tomó una valiente determinación: ir a buscarlos él mismo en una arriesgada misión
Por Alberto
Amato
Orestes
Lorenzo en su arribo a la Base Aérea de Boca Chica, en los cayos de Florida, el
20 de marzo de 1991.
La flamante revuelta popular en Cuba en reclamo de libertad, y la represión desatada por el régimen del presidente Miguel Díaz-Canel, abrió un interrogante todavía sin respuesta: cómo es que Cuba se convirtió en lo que siempre combatió. Pero también, lejos de los laberintos de la sociología y la política, volvieron a la luz antiguas historias, héroes olvidados, disidentes perseguidos: sombras; la otra cara de sesenta años de comunismo en una isla que, en algún momento, emborrachó de esperanzas a gran parte del continente. Esa es otra historia.
La
que sigue es una historia de amor, como tantas. De amor a prueba de balas, como
pocas. Empezó en el cielo de La Habana, hace veintinueve años, con un vuelo de
deserción, y terminó diecinueve meses después, con otro prodigioso vuelo de
rescate familiar, cerca del centro turístico de Varadero.
El
20 de marzo de 1991, el mayor de la Fuerza Aérea cubana Orestes Lorenzo, cambió
de pronto los planes de su rutinario vuelo de entrenamiento: giró los “cuernos”
de su avión y enfiló la nariz de su MiG 23BN hacia el norte. El mayor Lorenzo
piloteaba el que era en ese entonces el más moderno y poderoso caza bombardero
cubano, un símbolo del poder aéreo soviético y de la ayuda que la URSS daba al
régimen de Fidel Castro, una ayuda que pronto se iba a terminar.
En
vuelo hacia el norte, Lorenzo lo arriesgó todo: voló a ras de las olas para no
ser detectado por los radares cubanos y americanos: Estados Unidos estaba a
sólo 150 kilómetros de distancia. En poco más de diez minutos, el MIG de
Lorenzo, y Lorenzo, aterrizaron en la base naval de Boca Chica, en los cayos
Florida. No hay registros de la sorpresa que el avión ruso provocó en los
militares americanos, sí la hay de los pasos que siguió Lorenzo en tierra:
abrió el techo de su cabina, saltó desde lo alto a tierra, se puso en posición
militar de firmes y alzó las manos. Y pidió asilo político.
En
los días siguientes, lo acribillaron a preguntas y cuando las autoridades
militares americanas estuvieron convencidas -nunca lo están del todo- de que no
se trataba de un espía vestido de desertor, le dieron el estatus de refugiado
político.
En
La Habana no podían creerlo. Lorenzo era un héroe militar de la guerra de
Angola y había regresado a Cuba, como el resto de las fuerzas cubanas que
lucharon en ese país desde 1975 hasta 1991. Cuba tuvo siempre un ojo en África.
Era parte de lo que Fidel Castro llamó a inicios de los ’60 “la segunda
Revolución”, que no era otra cosa que la intención de llevar el marxismo
leninismo a ese continente. Ya en 1965 una misión cubana al mando de Ernesto
“Che” Guevara había fracasado en el Congo, que luego fue Zaire y hoy es
República Democrática del Congo.
Lorenzo fue héroe de guerra en Cuba por su desempeño en el conflicto de Angola.
Pero
en 1975, luego de la “Revolución de los claveles” en Portugal y cuando ese país
decidió deshacerse de sus colonias, en Angola estalló una guerra civil entre el
MPLA (Movimiento Popular de Liberación de Angola) liderado por el marxista
Agostinho Neto que había luchado duro contra el colonialismo portugués, y el
ejército de Zaire y otro ejército financiado y asesorado por Estados Unidos del
que participaban también las fuerzas armadas del entonces gobierno racista de
Sudáfrica. Cuba apostó por Neto, encaró la “Operación Carlota” y a lo largo de
dieciséis años envió 450 mil hombres, soldados, médicos, maestros e ingenieros
que contribuyeron al triunfo del MPLA. Cerca de dos mil cien cubanos murieron
en acción.
El
mayor Lorenzo no sólo volvió a casa con el manto de héroe de guerra al hombro.
También portaba la semilla del descontento. Dos recientes viajes de
entrenamiento a la URSS, además de los tres años vividos en Moscú en los ’80,
lo habían acercado al desengaño: “El sistema socialista nunca funcionó como nos
habían hecho creer, a pesar de que el socialismo de masas se promociona como la
mejor forma de gobierno. El nivel de vida era muy pobre. Las condiciones
sanitarias y de vida de los ciudadanos de a pie eran atroces. El alcoholismo y
la prostitución eran epidemia, y el racismo era sistémico”, dijo ya en Estados
Unidos
En
La Habana pasó a ser un enemigo, un indeseable. No sólo era un desertor, no
sólo había puesto en manos americanas un MIG soviético, sino que, además,
renegaba del socialismo en general y del cubano en particular. ¿Adónde había
quedado el héroe de Angola?
El
héroe de Angola empezó una campaña fervorosa por rescatar a su mujer, María
Victoria “Vicky” Rojas, que entonces tenía 34 años, y a sus dos hijos, Reyneil,
de 11 y Alejandro, de 6. Eran los familiares de un desertor que había dejado en
ridículo al régimen y, por tanto, eran tan malditos en Cuba como el mismo
desertor. No les permitieron salir, pese a que les habían concedido las visas
de ingreso a Estados Unidos.
Orestes Lorenzo Pérez con su esposa Victoria y sus hijos Reyniel y Alejandro tras el arriesgado rescate que el piloto cubano hizo de su familia. (Photo by Dirck Halstead/Getty Images)
Lorenzo
empezó entonces una campaña internacional, sostenida y también financiada por
la anticastristas Fundación Valladares, de Miami, donde contaba con la amistad
y el apoyo de su titular, Cristina Arriaga. Se entrevistó con gran parte de los
congresistas y senadores, republicanos y demócratas, que apoyaron su demanda
pero poco podían hacer; pidió ayuda a la viuda de Martin Luther King; logró que
el presidente George W. Bush pidiera a Fidel Castro, en un discurso, que
permitiera la reunificación de la familia Lorenzo. No sólo fue todo inútil: fue
peor. “Le decían a mi mujer: ‘Usted nunca volverá a ver a su marido y los niños
no verán al padre porque es un traidor que no merece vivir con ustedes’”.
A
Vicky Rojas le dijeron algo más grave todavía. Una tarde, un coronel de la
contrainteligencia cubana le acercó un mensaje textual de Raúl Castro, que era
el comandante en jefe de las fuerzas armadas cubanas: “El ministro dice que si
Lorenzo tuvo los cojones para llevarse un avión, que los tenga también para
venirte a buscar”. No era una cuestión de cojones, era un asunto de familia.
En
1992 Lorenzo recurrió a la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas, con
sede en Ginebra. Nada. En julio de ese año, cuando Fidel Castro viajó a Madrid
para participar de la II Cumbre Iberoamericana, Lorenzo se encadenó a las rejas
del muy madrileño y concurrido Parque del Retiro y empezó una huelga de hambre
que duró ocho días. Allí lo visitó el presidente chileno Patricio Aylwin y la
reina Sofía, hoy reina emérita, pidió por los Lorenzo ante Fidel Castro. Nada.
El presidente de la Junta de Galcia, Manuel Fraga, un franquista en estado puro
que, sin embargo, recibía buena respuestas a sus gestiones en La Habana,
intercedió por los Lorenzo. Nada.
Orestes Lorenzo Perez y su familia durante su visita al presidente George Bush y su esposa Bárbara en la Casa Blanca. (Photo by Larry Downing/Sygma/Sygma via Getty Images)
En
Moscú, el drama familiar había llegado incluso al despacho del ex primer
ministro de la URSS, Mijail Gorbachov, que también se ocupó para recibir el
silencio como respuesta: en La Habana odiaban a Gorbachov, la URSS ya no
existía desde diciembre de 1991 y, antes de su caída, el líder de la glasnost y
la perestroika había ordenado la retirada de los siete mil soldados que servían
en Cuba y había cerrado el grifo de la ayuda económica. Mal le iba a ir a la
familia Lorenzo por esa vía.
Perdido
por perdido, Lorenzo intentó una última jugada. Publicó una carta abierta a
Fidel Castro en el Wall Street Journal y se ofreció a viajar a Cuba y someterse
a juicio si se permitía a su mujer y a sus hijos viajar a Estados Unidos. Nada.
La respuesta de Cuba fue no dar respuesta.
Así
que Lorenzo decidió ir a buscar a su familia. Como si estuviesen en el club de
la esquina. Primero estudió para piloto: el tipo conocía de pe a pa los aviones
rusos, pero no los estadounidenses. No es que le costara mucho trabajo
aprender, pero tuvo que rendir examen para obtener su licencia. Después se
agenció por treinta mil dólares de un Cessna 31, un antiguo bimotor de seis
plazas construido en 1961: un buen avión, pero un cascajo al lado de un MIG
23N, seamos sinceros. Después trazó un plan militar de fuga minuto a minuto, en
lo que nada podía fallar. Y todo podía fallar.
Orestes Lorenzo tuvo que aprender a volar aviones norteamericanos para ir al rescate de su familia.
Aprovechó
el viaje de dos amigas a Cuba, viajaban a menudo, para hacerle llegar a su
mujer un mensaje en clave: las coordenadas de un sitio vecino a las playas de
Varadero, una fecha y una hora exacta para que lo esperaran. Era todo o nada.
El sábado 19 de diciembre de 1992, cerca de las cinco de la tarde, Lorenzo
trepó a su Cessna en un pequeño aeroclub de Cayo Marathon, bien al sur de
Florida y en medio del océano, para achicar distancias. El héroe de Angola
tenía miedo. Le dijo a su amiga Arriaga, de la Fundación Valladares, que si no
regresaba en una hora cuarenta, dos horas a lo sumo, lo considerara por muerto.
Encendió los motores, desconectó la radio y puso proa al sur, a Cuba.
Voló
a tres metros del agua, para evitar de nuevo los radares, esta vez, los
cubanos, y sin saber si sus antiguos camaradas de la Fuerza Aérea no hacían
justo a esa hora y ese sábado, algún vuelo de entrenamiento, alguna misión de
rutina, algún patrullaje. Al atardecer temprano de aquel día de finales de
otoño, con la Navidad tan cerca, Lorenzo divisó su tierra natal y la angosta y
recta carretera frente a la playa El Mamey, muy cerca del balneario de
Varadero, a unos ciento cincuenta kilómetros al este de La Habana. Esa angosta
carretera era su pista de aterrizaje.
En
tierra, su mujer y sus hijos hacían que caminaban por la playa, hasta que
escucharon el ronronear de los motores del Cessna. Por supuesto que algo tenía
que salir mal: en la carretera había un auto estacionado, un autobús con
turistas, una típica “rastra” cubana (un camión con acoplado), y algunas
piedras a eludir. Con un balanceo de las alas, Lorenzo colocó el avión casi
sobre el techo del auto, tocó tierra y detuvo la nave a unos ocho metros del
autobús, con los turistas boquiabiertos: ese espectáculo no estaba incluido en
el precio del viaje. Sin detenerse, Lorenzo giró el Cessna en U y lo preparó
para el escape más veloz. Su mujer y sus hijos corrían mientras tanto hacia la
puerta abierta.
Desde hace 30 años, Orestes Lorenzo vive en Florida, donde tiene una empresa de construcción.
Fue
todo emoción, pero no había ni tiempo ni espacio para las emociones, Alejandro,
el menor de los chicos, perdió un zapato en la carrera: después de dos años,
volver a ver al padre te afloja hasta los pies. “Cuando Vicky apareció en la
puerta –recordaría después Lorenzo– traía una cara entre el terror y la
felicidad de verme. Quería tocarme, abrazarme y yo le rogaba ‘No me toques, no
me hables’. Los niños también me llamaban ‘¡Papito!’ Concentrado en la
operación, yo sólo atinaba a decirles: ¡Pa’ trás! ¡Pa’ trás”, para que fueran a
sentarse. El lapso para huir había sido fijado por Lorenzo en un minuto: era lo
que podían tardar aviones o tropas cubanas para llegar a El Mamey, si habían
detectado el vuelo. Era un cálculo exagerado, podía haber más tiempo, pero sólo
tal vez. Así que a cerrar puertas y a despegar.
Pero
algo volvió a salir mal. La puerta ahora no cerraba. Si estas cosas no
sucedieran en la realidad, habría que inventarlas para cuando se filme la
película. Lorenzo pegó tres portazos, cuatro, cinco, para anclar la puerta a su
cerradura. Y nada. Tiró de la manija hacia adentro mientras pensaba si sería
posible volar con la puerta a medio cerrar, o abierta. Por fin, se armó de esa
paciencia inaudita que da la desesperación, y atrajo hacia sí la dichosa puerta
con suma suavidad. Clack. Puerta sellada.
Segundos
después, el Cessna, cascajo treintañero y todo, corrió por la carretera como un
pajarraco, alzó el vuelo con una tos en los motores y enfiló su narizota hacia
allá, hacia el norte. En la cabina todo era llanto, mocos, alegría y miedo.
Algún rezo también. El avión volvía a volar a tres metros del agua: una ola
alta, un delfín tonto y todo terminaba en tragedia. Pero no, el avión pasó el
paralelo 24, el límite del espacio aéreo cubano-americano y Lorenzo pensó, la
vista forzada a través de los cristales de la cabina salpicados por la sal
marina: “¡Me los llevé…! ¡Me los llevé!”. Aterrizaron a salvo cerca del
anochecer, en Cayo Marathon. La repercusión que tuvo el vuelo de rescate fue
tremenda. En la primera conferencia de prensa que dio, Lorenzo dijo: “Díganle a
Raúl Castro que le he tomado la palabra y he ido personalmente a recoger a mi
familia”.
A
treinta años de aquella hazaña, Orestes y Vicky Lorenzo son prósperos
comerciantes inmobiliarios de Florida. En 1994 tuvieron un tercer hijo, John
que hoy tiene 27 años. Sus hermanos, Reyneil de 40 y Alejandro, de 36, le
dieron tres nietos a la pareja. Lorenzo pilotea a veces aviones: hace
acrobacias. No pierde ocasión de recordar su hazaña y a su tierra tan cercana y
tan alejada. En noviembre de 2016, cuando murió Fidel Castro, publicó en su
cuenta de Facebook esto que sigue: “Fidel Castro acaba de morir y no siento
regocijo especial por ello. Sólo la triste memoria de un período humillante en
la historia cubana. Su muerte no marca el final de una era ni el comienzo de
otra. Será la conciencia colectiva de los cubanos quien lo hará. Consumido por
el poder, vivió siempre bajo el miedo y la desconfianza. Le sobraron adulones,
pero jamás tuvo un amigo real. Nunca conoció la felicidad. Fue, en sí, la
primera víctima de su monstruosidad”. Infobae
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