Excavadores de tumbas
llevan un ataúd con una víctima de coronavirus en un cementerio en las afueras
de San Petersburgo, Rusia, el 5 de mayo de 2020. (REUTERS/Anton Vaganov)
Gracias a los logros
de la medicina en el último siglo y medio, la posibilidad de morir se convirtió
en algo muy lejano para gran parte de la población global. Pero la pandemia
reveló al mismo tiempo la fragilidad del cuerpo humano y lo difícil que es
aceptar la finitud de la vida en un mundo cada vez más secular
Por Darío Mizrah
Más
allá de su impacto sanitario y económico, que recién empieza a insinuarse, la
pandemia de coronavirus pasará a la historia por haber expuesto más que
cualquier otro evento ciertos rasgos de la sociedad global que ya estaban
presentes, pero que pasaban desapercibidos para el gran público. Uno de ellos
es hasta qué punto buena parte de la humanidad siente terror ante la sola idea
de la muerte.
YouGov
realizó encuestas en diversos países preguntando a las personas si tenían miedo
de contraer el virus y encontró que, en la mayoría, más de la mitad de la
población manifiesta mucho o algo de temor a infectarse. Es comprensible que en
Italia, donde murieron más de 30.000 personas de Covid-19, el 75% haya llegado
a expresar miedo en la primera semana de abril, proporción que bajó a 69% en la
última medición, de la mano de la desaceleración de los contagios.
Pero hay casos que son
llamativos.
En
Japón, donde se registraron 590 decesos y la tasa de mortalidad es de apenas
0,5 cada 100.000 habitantes —frente a 50 de Italia—, el 86% de los consultados
dice tener miedo. En Arabia Saudita, donde murieron 229 personas —la tasa es de
0,7—, el 75% manifiesta temor.
Es
cierto que hay otros países en los que no hay tanto miedo. En Finlandia, que
tiene una mortalidad de 5 cada 100.000, diez veces superior a la japonesa, solo
el 32% se muestra preocupado. En Alemania, cuya tasa asciende a 9 cada 100.000,
con más de 7.500 muertos, el 40% teme al contagio. Pero estos parecen casos
excepcionales.
“La
situación actual hace más difícil de ignorar el hecho de que todos vamos a
morir. Para la mayoría de nosotros, el coronavirus aumenta solo muy ligeramente
nuestras probabilidades de morir. Pero hace que la muerte sea más visible y,
debido a que nuestro odio hacia ella es tan grande, causa una reacción
exagerada e irracional. En este sentido es similar al terrorismo: aunque la
probabilidad de ser asesinado por un terrorista es muy pequeña, los ataques
crean un miedo completamente desproporcionado. Es mucho más probable que te
mate una picadura de abeja que un terrorista, pero solo alguien con una alergia
grave teme más a las abejas que a los terroristas. La personas no son
completamente racionales”, explicó Eric T. Olson, profesor del Departamento de
Filosofía de la Universidad de Sheffield, consultado por Infobae.
Solo
la enorme angustia que genera la perspectiva del contagio masivo y la eventual
muerte propia y de seres queridos puede explicar que sociedades democráticas y
abiertas hayan apoyado masivamente el recorte de sus libertades para evitar la
propagación del virus. Por ejemplo, a pesar de que Italia impuso uno de los
confinamientos más severos de Europa, una encuesta publicada a principios de
abril por la consultora SWG mostró que el 63% estaba dispuesto a aceptar
medidas incluso más duras.
Trabajadores de una
funeraria bajan un ataúd a la tumba en medio del brote de coronavirus en
Tegucigalpa, Honduras, el 6 de mayo de 2020. (REUTERS/Jorge Cabrera)
Algo
similar ocurre en Francia, donde el 57% reclamaba que las medidas del gobierno
no eran lo suficientemente estrictas y apenas el 3% afirmaba que eran demasiado
drásticas, de acuerdo a un sondeo de BVA. Pero el caso más claro es el Reino
Unido, donde el primer ministro Boris Johnson trató de llevar adelante una
estrategia más flexible, como la sueca, pero la presión de la opinión pública lo
forzó a cambiar de curso. Según una encuesta de Opinium para The Observer, el
56% considera que el Gobierno no actuó lo suficientemente rápido y cerca del
80% está en contra de que se relajen las restricciones impuestas.
“Si
no aceptar la muerte significa hacer cosas para prevenirla, entonces tiene
consecuencias positivas. Hace que la gente viva más tiempo. Pero esto puede ir
demasiado lejos. Creo que los médicos a veces se centran en posponer la muerte
a expensas de la calidad de vida. Es el caso de algunos cánceres. Pero
realmente no hay una razón comparable para no tratar de prevenir las muertes
por coronavirus, porque las personas que se recuperan a menudo vuelven a una
vida normal, y porque la mejor manera de evitar las muertes es tratar de que la
gente no contraiga la enfermedad. Debemos tener cuidado de no cometer el error
de pensar que la muerte es la única cosa mala de la que preocuparse, pero
parece ser lo más importante en este momento”, dijo a Infobae el filósofo Ben
Bradley, profesor del Colegio de Artes y Ciencias de la Universidad de
Syracuse.
Es
cierto que la idea de la muerte fue siempre traumática para los seres humanos.
Como animales conscientes de su propia existencia, la noción de dejar de ser es
inimaginable e intolerable. Por eso, a lo largo de la historia, una de las
razones de ser de las religiones fue darle sentido a la muerte, mostrando que
no es el fin sino el pasaje a otra instancia. Pero en una era en la que la fe
ha ido perdiendo terreno y, simultáneamente, la ciencia médica avanzó al punto
de extender la vida a niveles inimaginables un siglo atrás, la muerte se volvió
algo cada vez más difícil de aceptar.
Tumbas abiertas en el
cementerio de Vila Formosa durante la pandemia de coronavirus en Sao Paulo,
Brasil, el jueves 30 de abril de 2020. (Foto AP/Andre Penner)
Entre el pánico y la
ilusión
La
evolución de la expectativa de vida es la mejor manera de dimensionar el
impacto que tuvo la medicina moderna en el mundo a partir del siglo XX. Entre
1960 y 2017, creció 20 años el promedio mundial, de 52 a 72 años, según las estadísticas
del Banco Mundial.
En
Hong Kong, que registra una de las máximas esperanzas de vida del planeta, pasó
en el período de 67 a casi 85 años. En China, que es hoy una de las dos grandes
potencias económicas, era apenas 43 años en 1960. En Yemen, que ni siquiera
llegaba a los 30, creció más del doble y alcanzó los 66 años en 2017.
Este
avance sin precedentes hizo que la muerte se convirtiera en algo lejano para
los sectores de la población global que no viven en zonas de conflicto y que
tienen satisfechas sus necesidades materiales básicas. Con el agregado de que
los constantes progresos médicos fomentan la ilusión de que una enfermedad que
hoy es letal deje de serlo en el futuro, permitiendo extender la vida cada vez
más.
Esta
combinación vuelve especialmente angustiante a la actual pandemia. Que se trate
de un virus desconocido, sobre el que los médicos mantienen más dudas que
certezas, y que además es en algunos lugares capaz de saturar hospitales y
funerarias, genera pánico. Y el efecto se multiplica por la velocidad con la
que circulan imágenes y noticias de todos partes.
“Nuestra
actitud hacia la muerte ha cambiado durante el último siglo más o menos —dijo
Olson—. La muerte se ha vuelto más remota, como resultado de que nuestras vidas
son más seguras. Hace un siglo era mucho más común que personas de todas las
edades murieran repentina e inesperadamente por accidentes, guerras,
enfermedades infecciosas. Gracias a los avances en la medicina, la sanidad y la
alimentación, ahora es mucho menos común, y la gente tiene muchas más
probabilidades de sobrevivir hasta la vejez. La muerte es ahora menos visible
para aquellos de nosotros que no somos ancianos: rara vez vemos morir a gente
de nuestra edad. Esto puede aumentar nuestro miedo hacia ella y hacer que nos
resulte más difícil aceptar plenamente que todos vamos a morir”.
Este
fenómeno explica que, para muchos, la única respuesta posible sea encerrarse
hasta que la ciencia descubra una vacuna o una droga capaz de exterminar al
virus. Porque exponerse al virus sería demasiado peligroso. Y porque hay una
confianza casi ciega en que, tarde o temprano, la cura va a llegar.
Un trabajador en traje
protector camina con las correas usadas para bajar el ataúd a la tumba para el
entierro de Jesús Osorio Flores, quien murió de coronavirus en el Cementerio
Municipal de Tijuana No. 13, en Tijuana, México, el 24 de abril de 2020 (REUTERS/Ariana
Drehsler)
“Creo que es posible que la gente de los
países desarrollados haya llegado a pensar que las intervenciones médicas
avanzadas pueden ayudarnos a evitar muertes que habrían matado a muchas
personas en tiempos pasados. Basta pensar en todas las enfermedades que mataban
a personas hace cientos de años, pero que ahora pueden ser evitadas con un
antibiótico o una cirugía. Así que tal vez algunos ven como algo especialmente
preocupante cualquier caso en el que una persona joven y aparentemente sana
muera. Pueden pensar que en este mundo moderno seguramente debería ser posible
para los médicos prevenir tales cosas. Tal vez esto hace que ciertos tipos de
muerte sean más difíciles de aceptar”, sostuvo Fred Feldman, profesor emérito
del Departamento de Filosofía de la Universidad de Massachusetts en Amherst, en
diálogo con Infobae.
No
obstante, la historia demuestra que la ciencia no es omnipotente. Hay muchas
enfermedades que afectan actualmente a millones de personas a las que no se les
encontró una cura. Y, si bien hay tratamientos que permiten mejorar las
posibilidades de sobrevida en esos casos, sus alcances son limitados.
Por
otro lado, durante gran parte de la historia de la humanidad, las personas se
acostumbraron a convivir con la muerte. El hecho de que cualquier peste fuera
potencialmente mortífera, sumado a los peligros constantes un mundo sin las
comodidades ni las regulaciones que caracterizan al actual, forzaba a todos a
convencerse de que la vida era efímera y podía concluir en cualquier momento.
En ese contexto, las religiones desempeñaban un rol decisivo.
Una imagen de la
Virgen de Guadalupe junto a las herramientas de los sepultureros en un
cementerio en Ciudad Juárez, México, el 8 de mayo de 2020. (REUTERS/José Luis
González)
La secularización de
la muerte
En
sociedades en las que la muerte era habitual, corriente, resultaba imperioso un
marco conceptual que diera sentido a esas vidas dominadas por la incertidumbre.
La separación entre cuerpo —perecedero— y alma —inmortal— es una forma de
aceptar que ese paso transitorio por este mundo es solo una pequeña parte de la
vida. Es una idea recurrente en diferentes religiones.
Creer
que muchas de las cosas que ocurren y son muy difíciles de explicar, y de
tolerar, forman parte de un plan superior, sosiega la angustia y permite
sobrellevarla mejor. La idea de que el mundo es un lugar caótico en el que
cualquier desastre es posibles puede resultar ser insoportable.
Pero
si bien la religión sigue siendo muy importante, perdió mucho terreno en los
últimos años. Millones de personas dejaron de ser creyentes y muchas de las que
continúan profesando una fe no lo hacen con la misma intensidad que sus
antepasados. Claro que no es un fenómeno lineal. También han nacido nuevas
corrientes religiosas en las últimas décadas y sigue habiendo muchos fieles fervorosos
en todas partes.
El Papa Francisco lee
su mensaje "Urbi et Orbi" ("A la ciudad y al mundo") en la
Basílica de San Pedro sin participación del público debido a un brote de
coronavirus el domingo de Pascua en el Vaticano, el 12 de abril de 2020.
(Andreas Solaro/Pool via REUTERS)
“Vivimos
en sociedades negadoras de la muerte, con el deseo de esconderse de ella y de
pasar nuestro tiempo en la falsa inmortalidad de la vida cotidiana. Las razones
son muchas, pero entre ellas está la disminución de las creencias religiosas.
Independientemente de lo que uno pueda pensar del cristianismo, y yo no soy
cristiano, al menos la muerte está presente como una preocupación en la vida de
las personas y hay rituales colectivos conectados con ella. La muerte se ha
convertido en algo obsceno que tenemos que esconder”, dijo a Infobae Simon
Critchley, profesor de filosofía de la New School for Social Research.
El
discurso religioso, que siglos atrás tenía la hegemonía moral y de sentido en
la mayor parte de las sociedades, perdió ese lugar y, en el mejor de los casos,
ahora lo comparte con otros. Y ahí sobresale el discurso científico por encima
de cualquier otro. La evidencia más clara de cómo se antepuso al religioso es
que en todos los países, las distintas instituciones religiosas se sometieron a
las indicaciones de distanciamiento social, que impidieron hacer con normalidad
los ritos más sagrados.
Lo
dramático de la ciencia es que ofrece muchas herramientas para combatir y
postergar eficazmente a la muerte, pero no da ningún consuelo ante ella. Por el
contrario, la necesidad de seguir sus pautas llevó a algunos gobiernos al
extremo de forzar a muchas personas a morir solas, sin permitirles a sus
familiares despedirse de ellas.
Un pequeño grupo de
adoradores reza en la Kaaba de la Gran Mezquita mientras practican el
distanciamiento social, durante el mes sagrado del Ramadán, en la ciudad santa
de La Meca, Arabia Saudita, el 4 de mayo de 2020. (Agencia de prensa saudita /
Folleto a través de REUTERS)
Hay
otro rasgo de las sociedades contemporáneas que hacen más difícil afrontar la
finitud de la vida: el declive de las identidades colectivas. Una forma de
aceptar la muerte en paz es pensar que la vida continúa de alguna manera a
través de otros que fueron significativos para la persona que se va. Pero ese
bálsamo desaparece cuando los vínculos comunitarios y familiares se debilitan,
y hay cada vez más gente sola.
“No
creo que la pandemia haya cambiado la forma en que la gente se siente respecto
a la muerte —dijo Bradley—. Sin embargo, hay características de ella que son
muy difíciles. En primer lugar, la gente no solo teme morir, sino morir de
ciertas maneras. La muerte en soledad es especialmente aterradora, y las
personas que fallecen a causa del virus no pueden tener a sus seres queridos
presentes en sus últimos días y horas”.
En
muchos sentidos, es una buena noticia el profundo miedo a la muerte que reveló
la pandemia. Nadie podría estar en contra de que se haya vuelto excepcional. Y
cierto temor es saludable, porque lleva a las personas a cuidarse y a evitar
riesgos innecesarios. Pero, al mismo tiempo, es problemática la excesiva
dificultad para lidiar con la irrevocabilidad del fin de la vida. Sobre todo,
cuando lleva a un miedo paralizante, que impide ver que el valor de la vida
depende mucho de lo que cada uno pueda hacer con ella.
Un policía israelí
retira a un joven judío ultraortodoxo de una sinagoga antes de que ésta sea
cerrada por la policía, al aplicar las restricciones de un cierre parcial por
el COVID-19 en el barrio de Mea Shearim de Jerusalén el 30 de marzo de 2020.
(REUTERS/Ronen Zvulun)
“Epicuro, Lucrecio y sus seguidores sostienen
que la muerte no es algo malo para el que muere, precisamente porque dejamos de
existir cuando morimos. El argumento de Epicuro es que ‘mientras existimos la
muerte no está con nosotros, pero cuando llega, entonces no existimos’. Es
decir, mi muerte no puede perjudicarme antes de que ocurra, porque antes de
morir sigo vivo y bien, y una vez que ocurre, estoy fuera de su alcance. El
argumento de Lucrecio es que mi muerte es similar a mi ‘inexistencia
prenatal’”, dijo a Infobae Jens Johansson, profesor del Departamento de
Filosofía de la Universidad de Uppsala.
“Personalmente
—continuó—. encuentro ambos argumentos poco convincentes. Pero hay otro punto a
destacar aquí. Al menos una parte de nuestro miedo a la muerte parece deberse a
una especie de egocentrismo. ¿Por qué es tan importante que mi flujo de
conciencia continúe? ¿Por qué es tan importante que tenga experiencias en el
futuro, mientras pueda haber experiencias valiosas de otros? Si pudiéramos
deshacernos de al menos parte de nuestra constante fijación en nosotros mismos,
podríamos llegar a temer menos a nuestra propia muerte”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario