El presidente venezolano fue un jefe brillante,
imprevisible, contradictorio, errático, afecto al darwinismo social, construido
para la confrontación
JUAN JESÚS AZNAREZ Madrid
El frenético asentimiento de las masas cuando Hugo Chávez
prometía partir el espinazo de los partidos políticos tradicionales y sancochar
a los oligarcas, preludiaba, en los mítines de 1998, la resurrección en
Venezuela de un fenómeno nacido en la América Latina del siglo XIX: el
caudillismo. Convencido de que la simbiosis entre gobernante y pueblo era
posible, el fallecido discípulo de Simón Bolívar dispuso de las herramientas
fundamentales para abordar esa encarnación: un carisma imbatible, billones de
petrodólares, y más pobres que ricos en el padrón electoral.
El paladín de la boina colorada murió vencido por un tumor
del tamaño de una pelota de beisbol, y suplicando al Dios más vida para
consolidar la revolución institucional e ideológica comenzada hace catorce años
sobre las cenizas del bipartidismo nacional (1958-1999): Acción Democrática,
socialdemócrata, y COPEI, democristiano: “Dios no me lleves todavía. Me queda
mucho por hacer por este pueblo”, imploró en abril, con un rosario colgado al
cuello. Sintonizando con su carácter castrense, el ex teniente coronel de
paracaidistas negoció su rompedora hoja de ruta al estilo del patrón mexicano y
los peones díscolos. “Escucho ofertas”, les decía con la pistola encima de
mesa.
El arsenal político acumulado en las urnas y el
paternalismo de Estado con la población más pobre, fundamentalmente negra y
mulata, explican buena parte del éxito del líder de Barinas, que cantaba,
bailaba y recitaba en público, nombraba y destituía por televisión, y encandiló
al machismo nacional al anunciar desde el balcón de palacio la inminencia de
relaciones sexuales con María Isabel Rodríguez, su segunda esposa entre los
años 1999 y 2004: “¡Marisabel, esta noche te voy a dar lo tuyo”. Campechano,
seductor, autoritario, sin escrúpulos en la consecución de sus objetivos, nadie
consiguió tal veneración entre las clases más necesitadas de una nación de 29
millones de habitantes acostumbrada al subsidio y proclive a los hombres
providenciales.
“Necesita ser idolatrado. Es narcisista”, resumió en su
día el psiquiatra Eduardo Chirinos, que le trató en prisión tras el fallido
cuartelazo de 1992, una intentona que le catapultó políticamente. El caudillo
murió idolatrado por los suyos, con todos los resortes del Estado bajo su
mando, y los índices de pobreza a la baja porque la inversión social en el
último decenio alcanzó los 400.000 millones de dólares, según la CEPAL. Las
mayorías oficialistas le permitieron burlar los contrapesos propios de las
democracias representativas y legislar sin trabas, pero no fue un dictador
porque todos sus actos de gobierno fueron legales, bien porque los legalizó a
posteriori, o bien porque antes había promulgado las leyes que los
justificaban.
Pocos negaron a Chávez una sincera empatía con los
marginados, mayoritariamente de origen africano, que abrazaron la causa
bolivariana con la gratitud y fidelidad de quienes se sintieron vindicados
frente a la tradicional supremacía del poder criollo. Fue un jefe brillante,
imprevisible, contradictorio, errático, afecto al darwinismo social, construido
para la confrontación. Sin ideología claramente definida era muy desorganizado.
Ignacio Arcaya, ex embajador en Washington, recordó en el libro Cuentos Chinos
que Chávez solía llamarle muy tarde, a veces a las cuatro de la madrugada.
“Yo le dije una vez: ‘Hugo, el principal causante de la
desorganización eres tú”’. “Él preguntó: ¿por qué dices eso? Bueno, porque le
pides a un ministro que te prepare un informe sobre la educación, que te
prepare un sancocho [sopa de carne y verduras], que vaya un momentito a Estados
Unidos a hablar con un banco, que regrese, y lleve a los niños a un juego de
béisbol. Y eso no se puede hacer. Porque los ministros nunca te van a decir que
no lo pueden hacer. Te van a decir, por supuesto, señor presidente, y después
no van a hacer nada.”
El gallo que sólo escuchaba su propia voz y, a veces, la
de Fidel Castro, murió imaginándose en la historia junto a Simón Bolívar, a la
vera de José Martí, Ernesto Guevara, Georgi Plejánov o el general peruano Juan
Velasco Alvarado. “Dame tu corona Cristo, dámela, que yo sangro. Dame tu cruz,
cien cruces, que yo las llevo, pero dame vida”, rezó ante la imagen del
Nazareno coronado de espinas. No parecía tener mucha vida entonces, el pasado
mes de octubre, cuando se confesaba frágil ante la muchedumbre que enloquecía a
su paso: “suavecito nomás”.
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