Autor: Mundo Oculto
En la banca número 7 de la central de autobuses, una
anciana esperaba.
Nadie recordaba exactamente cuándo había llegado, pero ahí estaba cada mañana: un chal viejo cubriendo sus hombros, una maleta deshilachada a su lado y unos ojos que miraban siempre en la misma dirección… hacia la puerta de entrada.
Su nombre era María de Jesús.
Algunos decían que tenía casi ochenta años. Otros, que
había envejecido antes de tiempo, consumida por la espera.
“Mis hijos van a regresar por mí”, solía decir con una
voz suave, casi quebrada, como si quisiera convencerse a sí misma.
Y todos callaban, porque nadie quería romperle esa
esperanza.
Los días pasaron.
Luego los meses.
Y después, los años.
María aprendió a vivir de los gestos de desconocidos:
un café que algún viajero le dejaba, una cobija que un trabajador de la
terminal le regaló, una sonrisa que le daba fuerzas para otra noche más. Nunca
pidió nada. Solo quería una cosa: volver a ver a sus hijos.
Nadie sabía su historia completa. Se decía que un día
la dejaron ahí, prometiéndole que volverían pronto. Y ella, con el corazón
lleno de fe, se sentó… y jamás se levantó.
Las noches eran frías.
A veces, las lágrimas le mojaban el pañuelo que
llevaba en la mano.
No lloraba por hambre ni por dolor físico. Lloraba
porque los recuerdos eran lo único que le quedaba.
Recordaba sus risas de niños.
Sus pequeñas manos aferradas a su vestido.
Las promesas que alguna vez le hicieron:
“Mamá, nunca te vamos a dejar sola.”
Y ella… les creyó.
Una madrugada de invierno, los trabajadores de la
terminal la encontraron sentada en su banca, como siempre.
Pero esta vez no respiraba.
Su rostro estaba en paz, con los ojos cerrados… como
si, en su último instante, hubiera visto a sus hijos regresar por ella.
Algunos lloraron. Otros simplemente guardaron
silencio.
Porque entender esa soledad era imposible…
y porque, en el fondo, todos sabían que esa mujer
había muerto esperando un abrazo que nunca llegó.
Desde ese día, la banca número 7 quedó vacía.
Pero quienes pasan frente a ella aseguran que, a
veces, en las madrugadas más frías, sienten una presencia. Como si María
todavía estuviera ahí… mirando la puerta, sonriendo débilmente, convencida de
que sus hijos algún día aparecerán.
Reflexión
Hay heridas que no cierran.
Hay esperas que se vuelven eternas.
Y hay amores… que duelen más por lo que no sucedió,
que por lo que pasó.
Porque nadie debería morir solo, mucho menos esperando
a quienes alguna vez prometieron quedarse.

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