martes, 1 de octubre de 2024

Trasplantaban testículos de cabra a los hombres con problemas de virilidad


Redacción Central BBC News Mundo

Una noche de enero de 1917, un granjero, preocupado por su libido, visitó al doctor de un pequeño pueblo de Kansas, Estados Unidos.

Por mucho tiempo, no había tenido una erección, le confió: «Es como una llanta pinchada».

«He ido a muchos médicos y gastado un montón de dinero, y ninguno de ellos me ha hecho ningún bien».

«He tenido muchos casos como el suyo», le respondió el doctor. «He usado sueros, medicinas y electricidad para hombres sexualmente débiles. No creo que haya beneficiado a ningún paciente con ninguno de ellos».

«La ciencia médica no sabe nada que pueda realmente ayudar en una condición como la suya», sentenció.

Mirando por la ventana, vio unas cabras e hizo un comentario al aire: «No tendrías ese problema si fueras un macho cabrío».

«¿Si tuviera los testículos de un macho cabrío? ¡Póngamelos!», exclamó el granjero.

«Podría matarte», le advirtió el médico.

«Pero vale la pena el riesgo», fue la respuesta del granjero.

Esta es una versión de la conversación.

Hay otras, con más detalles, varios difíciles de confirmar pues esta es una historia con pinceladas de leyenda. Pero por increíble que te pueda parecer, es real.

Y se recuenta, no sólo porque es peculiar, sino también porque ilustra cuán ávida de panaceas puede llegar a estar la gente, y cuán difícil es controlar a los curanderos.

El protagonista

John R. Brinkley, el doctor, no llevaba mucho más de dos semanas atendiendo pacientes en la farmacia donde el granjero lo consultó.

Había llegado tras ver un anuncio que decía: «Milford, Kansas, población de 2.000. Necesitamos un médico».

Cuando fue a explorar la posibilidad, descubrió un error tipográfico: la población en realidad era de 200 habitantes.

Era un pueblo poco atractivo, en el que no había ni carreteras pavimentadas, pues ni siquiera había tráfico, ni sistemas de agua, alcantarillado o electricidad.

Pero Brinkley tenía apenas US$23 y muchas deudas.

Tenía además una esposa, Minnie Telitha, quien estalló en llanto cuando él le dijo que se mudarían a Milford.

Lo que no tenía era mucha experiencia en el campo de la salud, y la que tenía era episódica y no muy ortodoxa.

Se reducía a un espectáculo médico que montó con su primera esposa cuando tenía 22 años, en el que vendían pociones en medio de cantos y bailes.

Aparte de eso, comenzó un negocio en 1913 con un socio en Greenville, Carolina del Sur, en el que trataban a hombres con problemas de vigor masculino.

Duró dos meses y terminaron encarcelados por practicar medicina sin licencia y pagar con cheques falsos. Y, un par de años después, trabajó brevemente como uno de los médicos de una empacadora de carne, y quedó deslumbrado por las vigorosas actividades de apareamiento de las cabras destinadas al matadero.

Sin embargo, desde joven, Brinkley quiso ser doctor, y cada vez que podía se matriculaba en universidades intentando completar la carrera.

Así que, para cuando llegó a Milford, tenía un diploma de Medicina que, a pesar de su dudosa procedencia, le permitía ejercer en 8 estados.

Pronto, se ganó una buena reputación por su atención a los afectados por la virulenta y mortal pandemia de gripe de 1917-1918.

Pero, con esa visita del granjero, su práctica empezó a virar en una dirección cada vez más sorprendente.

Volvamos a esa noche y a esa conversación.

Secreto a voces

La mención de los testículos de las cabras le había dado al granjero impotente una esperanza.

En esa época la idea del xenotransplante -tomar órganos o pedazos de otros animales y ponerlos en humanos con fines terapéuticos- no era nueva y generaba considerable interés entre los médicos de la corriente dominante.

Pero concebir algo así tan a la ligera era absurdo. No obstante, un rato después los dos hombres ya tenían un plan detallado. Acordaron que la operación se haría en secreto.

El granjero traería la cabra en la noche, al amparo de la oscuridad, y regresaría a casa antes del amanecer.

Su esposa llamaría al médico la mañana siguiente a decirle que su marido tenía gripe, lo que le daría al doctor una excusa legítima para estar pendiente de la convalecencia de la singular intervención quirúrgica.

Según una biografía de Brinkley -que se cree él mismo comisionó-, dos semanas después el granjero visitó de nuevo al doctor, pero esta vez para entregarle un cheque por US$150.

Estaba tan contento con el resultado, dijo, que «si pudiera le habría pagado 10 veces más», escribió el autor de «La vida de un hombre», Clement Wood, en 1937.

A pesar de todas las precauciones, el chisme se regó y, nuevamente bajo un estricto secreto, otro hombre acudió a pedirle a Brinkley el mismo procedimiento.

Su nombre era William Stittsworth y quedó tan contento con los resultados que un mes después llevó a su esposa para que le trasplantaran un ovario de cabra.

La disfunción sexual atormentaba a quienes la padecían, y Brinkley ofrecía una fuente de la juventud.

Muchos más acudieron en pos de ella y, con aparentemente resultados positivos generalizados, él fue acumulando una fortuna.

Su negocio creció aún más con el respaldo de personajes prominentes, como JJ Tobias, rector de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago.


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