Penitenciaría
Nacional de La Victoria
CAMBIOS
PROMOVIDOS POR LA AUTORIDAD TRATAN DE BORRAR UN PASADO OMINOSO Y UN SISTEMA
CORRUPTO
Sentado sobre una silla de
plástico y con un bate entre las piernas, el segundo teniente Ventura Paulino
revisa sin prisa su celular, con la cabeza recostada en la pared apenas visible
entre la penumbra. Hace sólo unas horas el lugar era una maraña de hombres
dispersos por pasillos gastados y rincones oscuros, un reducto de aire viciado
de tufo a mercado y olor a comida. Ahora el tiempo parece haberse detenido en
la Penitenciaría Nacional de La Victoria, en la luz opaca que despiden sus
faroles, en el silencio roto cada tanto por los ladridos lejanos de un perro o
por el golpe atronador, puntual y seco de un barrote.
Cerca de Paulino, la voz
difusa del mayor Salvador Vicioso de la Rosa irrumpe también por una radio como
un intruso en la noche. Un movimiento inesperado alerta al oficial de 44 años,
27 de ellos en la policía, ocho meses en La Victoria. “Un criminal es un
criminal”, dirá después Vicioso, atento en la oscuridad a mil sombras
insospechadas, desde el sutil paso del custodio que alarmó al jefe de guardia,
hasta el elaborado plan de aquellos dispuestos a morir en una fuga.
Hace unas horas la oscuridad
terminó imponiéndose sobre el penal, y en el techo de La Victoria varios
policías vigilan la fortaleza en rondas continuas. Abajo, cuando sólo recuerdos
dispersos de lo que fue el día anterior quedan en los pasillos, un custodio
camina detrás de la puerta que lleva al “Patio” y a “Vietnam”, las áreas más
pobladas de la prisión, mientras 572 internos, lejos de allí, ya han sido
encerrados en sus celdas en “Alaska”. El segundo teniente Ventura Paulino (al
frente de siete hombres más: un oficial y seis alistados) dirige la seguridad
de este pabellón, donde el “conteo”, como se llama al pase de lista y al
“tranque” de los internos, se hizo más temprano porque fue día de visita.
En la habitación de unos dos
metros cuadrados que hace de casa de guardia, el sargento Juan Tomás Jins
Agustín, que acompaña a Paulino, está por acostarse en el camarote que fue
armado al lado izquierdo de la entrada, frente al escritorio principal y
delante de un estante con dieciocho botellones de agua. Un aviso pegado al
metal demanda el “Silencio” que sobra a esta hora.
Agustín, el “llavero” del
pabellón, el que lleva las cuentas y atiende las emergencias, abre el gimnasio
para darse un baño y luego realiza un último recorrido; de regreso apaga las
luces de los pasillos para ayudar a los que duermen en el suelo a que concilien
el sueño, y pone los pestillos de la puerta dorada de metal que da al bloque
“A” del pabellón, donde se encuentra el más de medio millar de internos.
El sargento Agustín se
sienta al lado del teniente Paulino y habla un rato por el celular, entre el
oficial que descansa y un viejo y pequeño televisor que hace poco daba las
noticias. La pantalla verde de un teléfono público colocado en una de las
paredes es lo único que ilumina la habitación, igual que la luz escasa de unas
lámparas lejanas. Un gallo canta a las 3:00 de la mañana, mientras una pareja
de policías hace el “barroteo”, una ronda de seguridad realizada alrededor de
todo el pabellón, que consiste en golpear las rejas de las ventanas de cada
celda por afuera de la estructura, y que se escuchará espaciadamente (el
tercero será 45 minutos después) como un estallido metálico que rompe la
tranquilidad de la madrugada, como un trueno solitario en la mitad de la nada.
Al mayor Vicioso se le oye
por la radio cada tanto, mientras el segundo teniente Ventura Paulino duerme
ahora, imperturbable, bajo un cuadro de Duarte y el motor de un abanico puesto
perpendicularmente sobre su cabeza, todavía con el bate entre sus piernas, y
con un brazo apoyado en una silla cerca de un escritorio. También en la pared,
un óleo vertical, curioso y paradójico, invita a la dicha a través de una
enorme palmera, arena y olas de mar colocados al lado de un muro coralino donde
está el portón que lleva a las celdas del pabellón literalmente más frío de La
Victoria.
Cuando recibió a sus
primeros ocupantes, entre la primera piedra situada en un llano cerca del río y
el mítico castigo que recayó sobre su constructor que puso la puerta principal
donde no era, un cascarón de cal y andamios daba forma a la más remota estampa
de la fortaleza fantasmal que cada madrugada aparece detrás de la neblina: dos
casetas grises de seguridad sobre un manto verde lustrado por el rocío; vigías
armados de escopetas certeras y una cerca de alambres que rodea gran parte del
perímetro.
Por dentro, los primeros
albores del día se escabullen por las pequeñas ventanas y por las rejas de cada
celda que se abrirán dentro de poco empujadas por la claridad y la rutina.
A las 6:00 de la mañana, el
sargento Agustín abre la puerta del pabellón “Alaska” que por un camino de
grava lleva a la entrada principal pasando por el “Consulado” (otro de los
pabellones del ala Sur), “La Planchita” (la celda de recibimiento de nuevos internos)
y el Economato (el departamento encargado del abastecimiento del penal). “Aquí
no se abren las celdas hasta que esté claro”, advierte Paulino.
Media hora después se inicia
el procedimiento que se repetirá religiosamente todos los días: el sargento
Agustín, en este pabellón y en su turno correspondiente, libera el candado de
la celda 8 de donde sale el primer interno de la limpieza (también los que
tienen negocios), pero los demás, aunque estén despiertos, deben quedarse
adentro. Pronto se suman otros que empiezan a sacar la basura en tanques
mientras algunos más se dispersan por el patio del área.
El primero de ellos, Rafael
Lluberes Ricart, “Lluberito”, condenado a 30 años por la muerte del periodista
Orlando Martínez Howley, que vive con otros cuatro internos en la celda 6 del
bloque A, comenta en el patio de “Alaska” que no está de acuerdo con ciertos
tipos de libertades que hay en el penal, pero que “no se puede hacer de otra
manera”. Y también está convencido de que en medio del “equilibrio” que hay en
La Victoria, existe “más gente de mala calaña que de la buena”.
Como una hora después,
catorce hombres que deben ser llevados a los tribunales por diversas razones ya
están reunidos en la casa de guardia, atentos al pase de lista que hace Agustín.
Uno más, un muchacho no mayor de 25 años saldrá en libertad. El sargento
termina de contarlos uno a uno, compara su lista con las “caritas” (una suerte
de ficha en la que aparece una fotocopia de la fotografía 2x2 del interno y que
sirve como registro), y Biblia en mano invita a los internos a cerrar los ojos
y a pedirle a Dios que ilumine hoy a fiscales y a jueces en los tribunales.
“Contaré tu fama a mis
hermanos, en medio de la asamblea te alabaré”..., lee Agustín en el Salmo 21 y
luego termina con un Padre Nuestro que los internos repiten con la misma
devoción con la que aplauden al policía cuando termina de invocar la “presencia
y protección de Dios”. Luego, el sargento vuelve a su trabajo y los hace formar
en fila para dirigirlos hacia la entrada del penal, en un trayecto de unos 200
metros.
Mientras tanto, en otro
pabellón, Ramírez, oficial a cargo, inicia los preparativos para el
allanamiento del día (después de esta operación diaria y aleatoria se lleva a
cabo recién el “conteo”). Hoy tocan las celdas 1, 2 y 3 (cada uno con 14 y 20
personas), de los “Pasillos A y B”. Un grupo de más de veinte policías y un
agente de la DNCD ya están reunidos en el ante-patio para dirigirse al lugar.
Una vez abiertas las celdas, los internos, muchos somnolientos, algunos con
solo una toalla ajustada a la cintura, empiezan a salir mientras son revisados
por los agentes.
“Salgan con prendas y
dinero”, advierte Ramírez, que ya dio luz verde para que los custodios busquen
en las “goletas”, el nombre que designa al espacio donde duermen los internos,
una por una: los policías levantan colchones, rebuscan entre la ropa, en los
zapatos, en las esquinas de los estantes... El operativo dura cerca de media
hora. Al final, el encargado hace pasar a los internos y sale del lugar seguido
por los demás agentes. “Ni cuchillos, ni drogas”, dice Ramírez, satisfecho, con
tres fundas plásticas en la mano con los objetos requisados esta mañana:
audífonos, chips de teléfonos, cargadores de celulares... que entregará más
tarde la comandancia.
En la cancha de béisbol que
está al cruzar una pequeña puerta pasando el patio principal del penal, varios
hacen ejercicio. Entre ellos está el primer campeón nacional salido de una
prisión: Brian Pérez que suda copiosamente en la rutina que Pedro Fleming, “El
Karateca”, el preparador físico de La Victoria, le impone cada mañana. Tras
varias vueltas, el boxeador de 24 años entra al gimnasio donde otros internos
practican boxeo, incluyendo a su hermano, Engel Pérez, “Coco la Paciencia”,
interno también aquí, pero con futuro según el mayor de la familia, y
“Papillón”, Cristian Marte Marte, amateur de 34 años, 22 de ellos residente en
Puerto Rico, que piensa convertirse en entrenador cuando cumpla su condena por
secuestro a 17 años.
Pérez, el campeón de 6 pies
y 178 libras (peso semipesado), entró a la Penitenciaría por atraco en
noviembre del 2012. Tiene dos peleas en la calle y cinco en el penal; la sexta
fue la que le dio el título el año pasado. “Aquí no hay nada...”, asegura la
joven estrella que sueña con ser campeón mundial después de salir de prisión.
En el comedor, que tiene
cupo para entre 1,300 y 1,400 personas, ya hay fila para el desayuno. Hoy toca
harina sola; el pan se da aquí sólo con la cocoa (arroz con leche se sirve a
veces al final del día). Dos tanques calientes (como para 700 y 800 personas
cada uno) esperan el ingreso de los internos que, al mediodía y por la tarde,
repetirán el mismo proceso. El desayuno empezó a ser preparado a las 5:00 de la
mañana y como el día anterior fue de visita y no se dio cena, hay más gente
ahora.
A diferencia del almuerzo,
los tanques se sacan del área en que habitualmente se sirve en el comedor (un
espacio dividido por una reja como una celda), y se hacen dos filas que
empiezan a moverse a las 9:00 de la mañana. A esta hora más tanques ya han sido
llevados a otras áreas del penal, en carretillas que muchos esperan porque no
tienen más remedio.
José Luis Herrera, de 45
años, ha cumplido nueve años de una condena de 20 por homicidio. Dice que
ganaba hasta 3,500 dólares al mes trabajando en el mantenimiento de máquinas de
barcos pesqueros hasta que regresó a Santo Domingo. Su historia se parece a la
de muchos otros internos: hombre adinerado afuera, llegó a La Penitenciaría
Nacional de La Victoria el 2 de enero del 2008 y fue directo al “Hospital”. En
el camino otro interno lo engañó con 1,000 pesos para “digitarlo”
(supuestamente más rápido y seguro) en el registro del penal (cuando dio con él
ya había perdido 200 en apuestas). El primer día gastó 5,000 buscando
“comodidad”, incluyendo 300 por una cama hasta el día siguiente que le trajeron
los 38,000 que le costó entonces su propia “goleta”.
Así es, más o menos, el
proceso de ingreso de toda persona: llega primero a “La Planchita”, luego es
llevado a la administración para su registro, después al pabellón y luego a su
celda. Y a su “goleta” propia, si tiene suerte o dinero. “Había estado de
visita muchos años atrás”, confía Herrera, hasta que le tocó estar de verdad.
La primera noche le pareció que dormía “en una tumba”, pero el sueño pudo más
que el miedo. Pronto la plata le empezó a faltar y tuvo que vender su “goleta”
y mudarse a la celda “F-1”, del “Patio”, donde pagó otra por 12,000, un precio
a la medida del lugar.
Cuatro días en “La Plancha”,
(el lugar de castigo en La Victoria óhay otro en el penal, “La Plancha de
Caravallo”, en el “Hospital”, llamada así por un oficialó), una nueva mudanza
al “Patio 1-2” y un último cambio al “Hospital” preceden la trayectoria de este
interno, “colaborador” (nombre con el que se designa a los internos que ayudan
a las autoridades en diversas labores del penal) en el área de la salud y
estudiante de siete talleres que está a punto de cumplir media condena. Y
listo, como dice, para optar por la condicional o convertirse en un “azulito”,
como le llaman aquí a los internos del nuevo sistema penitenciario.
“Cuando uno llega a La
Victoria siempre aparece alguien que le dice lo que hay”, dice Franklin de los
Santos, de 42 años. A él le advirtieron la primera noche que por dormir en el
suelo debía pagar 50 pesos para compartir el espacio de otro. “A mí me
sentenciaron de abuso”, reclama De los Santos, porque un juez lo condenó a 20
años por sólo herir a un hombre durante un asalto en San Pedro de Macorís. “Fue
un tiro de entrada y salida... La bala entró y salió por aquí”, explica
señalándose un costado y cuestionando la pena porque no hubo asesinato. Ya
tiene 16 años aquí, vive en la celda “F-2” y “colabora” con la Vocacional de
las Fuerzas Armadas.
Bajo de estatura, amable y
delgado, De los Santos come “chao” (la comida que sirve el penal) y duerme en
una “segunda” (planta) que le dejó bondadosamente un amigo (la “goleta” que
ocupa vale unos 18,000 pesos a la fecha), lo que le permitió dejar de ser un
“rana” (la clase más baja en la pirámide social de la prisión) para ya no
dormir en el suelo. No tiene cédula y su mujer, que sufre de los nervios, viene
poco porque “como ya sabe, a una mujer la abren afuera como un paraguas” (en la
revisión de la visita). De los Santos asegura que se crió a la “cara de
vaqueros”, como pudo, por el Mercado Nuevo, y no se explica cómo llegó a grande
o acabó peor que en La Victoria, una de las tres cárceles por donde ha andado
hasta ahora.
“Mi familia no me dio
educación”, se lamenta De los Santos. Su padre, dice, ni lo cargó ni le dio
crianza, y no pudo llegar ni a octavo curso. En casa hubo otra condena: su
hermana, que hirió de una puñalada al marido que abusaba de ella, pero sus
hermanos (cinco en total), lograron sacarla de Najayo. Al marido abusador,
finalmente, lo mató otro tipo. Dinero, lo poco que consigue en La Victoria: 100
pesos, a veces, que le duran dos días, 200 tres (en total logra juntar entre
300 y 400 pesos en una semana), dependiendo de lo que pida el cuerpo. “Hoy no
conseguí qué comer, así que tomé mucha agua”, dice.
Por la mañana también,
Miguel Minaya, “colaborador” de salud, da una breve charla de orientación a un
grupo de nuevos internos. “Aquí tenemos reglas. La principal es que aquí mandan
las autoridades. O sea que tenemos que obedecer”, advierte. Son cuatro recién
llegados, uno de ellos, gordo, calvo, maloliente, mira con desdén a Minaya, y
lo ignora. No es su primera vez en La Victoria. Son cuatro en la sala de espera
en el área de administración. “Cuando hay alguien que te busca, tú le dices,
mira, yo no quiero problemas”, agrega el “colaborador”.
Otro recién llegado, moreno
de ojos almendrados, joven, escucha con atención las palabras de Minaya, y el
movimiento constante de sus piernas refleja su gran nerviosismo. “Hay presos
que ponen a prueba tu grado de tolerancia. Lo van a hacer en determinado
momento”, dice el orientador que sigue dando una retahíla de recomendaciones:
“Borren el número de la llamada que hicieron; mantengan el área limpia porque
aquí ponen multas; no le encarguen nada a nadie. A las personas provocadoras,
ruidosas, ignórenlas. Lo mejor es buscar de Dios; el que sabe que va a estar un
tiempecito, aprovéchenlo...”. Y la más importante: “Siempre sométanse a la obediencia”.
En el grupo de recién
llegados está “Carlitos”. Dice que lo agarró la DNCD con una pulidora cuando
venía del trabajo. Miguel Ramos Bonilla, también por drogas, está aquí pero por
segunda vez. Igual que William Alcántara, ebanista de 32 años, a quien
agarraron a las 10:00 de la mañana en un colmado de Las Américas. Le dictaron
tres meses de preventiva por 45 gramos de cocaína “que me pusieron”.
Minaya también tuvo su
primer día en La Victoria. “Aquí me curé yo la claustrofobia”, dice el
“colaborador”, en su propia “goleta” ubicada en “Alaska”. Es un espacio de 72
pulgadas de largo, 60 de alto y 55 de ancho. Pagó 60,000 pesos cuando llegó y
compró luego otros espacios para la nevera, para el botellón de agua (80,000 en
total óahora mismo todo está valorado en 200,000 pesosó). Tiene inversor (se va
la luz como en todos lados) y comparte su celda con otras 23 personas, catorce
con cama propia (el resto duerme en el suelo), y un baño común. También hay un
espacio dedicado a la cocina que es ocupada por turnos: alguien prepara hoy
locrio de longaniza, pero sólo para cuatro de ellos.
NOTA
DEL EDITOR
Los autores de este trabajo,
el reportero Javier Valdivia y el reportero gráfico Jorge Cruz, ingresaron
durante un mes en la Penitenciaría Nacional de La Victoria para conocer de
cerca la situación que viven poco más de ocho mil internos, y los cambios que
la administración del penal, pese a la resistencia de un sistema violento y
corrupto, viene introduciendo en los últimos años.
Durante todo el mes de
febrero, ambos periodistas del LISTÍN DIARIO, bajo la iniciativa del procurador
general de la República, Francisco Domínguez Brito, y la plena colaboración del
director de Prisiones, Tomás Holguín; del alcaide de La Victoria, Gilberto
Carrasco, del jefe de seguridad de la prisión, coronel Marino Carrasco, de su
personal y de un grupo de internos, Valdivia y Cruz pudieron recoger de primera
mano —y sin censura de las autoridades— testimonios, escenas y situaciones que
han traducido en este reportaje de siete entregas. Listín
Diario
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