La investigación del veterano reportero Seymour Hersh sobre la muerte de
Bin Laden suscita dudas sobre su credibilidad por el uso de fuentes anónimas e
indirectas
Las exclusivas de Seymour Hersh (Chicago, 1937), desde los
años sesenta hasta hoy, radiografían los traumas, los pecados, las mentiras de
Estados Unidos. Desde las atrocidades en Vietnam a los abusos en Irak, Hersh es
el cronista de la historia secreta de su país, la que ningún gobernante querría
que se conociese. Lo suyo consiste en reventar mitos. El más reciente, el de la
muerte de Osama bin Laden en mayo de 2011.
En una investigación recién publicada en la revista
británica London Review of Books, el veterano periodista desmonta la versión de
la Administración Obama. Sus conclusiones, basadas en fuentes anónimas o no
implicadas directamente en la operación, son difíciles de verificar. Sus
métodos periodísticos reciben críticas. Se cuestiona su credibilidad. Otro mito
peligra: el del propio Hersh, junto a Bob Woodward, el gran sabueso de su
generación.
Hersh y Woodward coincidieron en la investigación del
Watergate. El primero, para The New York Times. El segundo, para The Washington
Post, con su colega Carl Bernstein. Ambos se parecen en la minuciosidad de sus
investigaciones y el acceso a las fuentes. Divergen en la actitud.
Después de precipitar la caída del presidente Richard
Nixon por el caso Watergate, Woodward se convirtió en un insider, un hombre que
explicaba el poder desde dentro y seguía la tradición del periodismo
estadounidense que no toma partido y preserva la imparcialidad. Hersh sigue
otra tradición, la de los muckrakers, los reporteros-activistas que a
principios del siglo XX combatieron la corrupción y los abusos del capitalismo
salvaje. Periodistas que toman partido.
“Mentir en los altos niveles sigue siendo el modus
operandi de la política de Estados Unidos”, escribe Hersh en London Review of
Books. Woodward difícilmente escribiría esto. Hersh va por libre y siempre a la
contra. Su revelación de las atrocidades en My Lai, publicadas durante la
guerra de Vietnam en noviembre de 1969, cuando era un periodista freelance de
32 años, contribuyó al cambio en la opinión pública estadounidense sobre aquel
conflicto.
“Mentir en los altos niveles sigue siendo el modus
operandi de la política de EE UU”, escribe Hersh.
Hersh siempre apunta alto. Sus presas van de los Kennedy a
Obama. Desde los primeros párrafos del artículo de London Review of Books,
queda claro que el presidente es el objetivo: por engañar a los estadounidenses
y por hacerlo con fines electoralistas.Vietnam, origen de su gloria
periodística, fue la mayor humillación bélica de EE UU.
Tuvieron que pasar tres décadas para que Hersh publicase
otra exclusiva del calibre de My Lai. Tortura en Abu Ghraib: soldados
americanos maltrataron a iraquíes. ¿Quién es el máximo responsable? Este es el
título del artículo publicado el 10 de mayo de 2004 en el semanario The New
Yorker sobre las vejaciones infligidas a prisioneros de Irak en una cárcel
cerca de Bagdad, ejemplo de todo lo que falló en la invasión y ocupación de
Mesopotamia en 2003.
Hersh sostiene ahora que Bin Laden era prisionero en
Abbotabad (Pakistán) desde 2006; que Arabia Saudí sufragaba el cautiverio; que
EE UU lo supo por el chivatazo de un exagente de este país a cambio de 25
millones de dólares; que Washington pidió a Islamabad poder matar a Bin Laden
bajo la amenaza de perder la millonaria ayuda estadounidense; que las
autoridades paquistaníes estaban al corriente de la operación; y que Obama les
traicionó al anunciarla antes de tiempo y al embellecerla.
El artículo se sostiene en el testimonio de un antiguo
funcionario de la inteligencia de EE UU, que no da su nombre, y en un general
retirado, Asad Durrani, que dirigió los servicios secretos paquistaníes a
principios de los noventa. La complejidad de la conspiración que denuncia
Hersh, en la que debieron participar decenas de personas de tres países,
refuerza las dudas sobre su solidez. Si Pakistán custodiaba a Bin Laden y
participaba en los planes de Washington, ¿por qué el arriesgado asalto de los
Navy Seals en vez de un drone o una ejecución discreta? The New Yorker, patrón
oro del periodismo más exigente y riguroso, rechazó publicar el reportaje de
Hersh, según varias informaciones en la prensa estadounidense.
Sin fuentes anónimas no habría noticias incómodas. Pero
contribuyen al juego de sombras
The New Yorker tampoco publicó otro artículo, que
finalmente apareció en abril de 2014 en London Review of Books, en el que Hersh
sugería que el responsable del ataque con armas químicas en las afueras de
Damasco en el verano de aquel mismo año no era el régimen de Bachar El Asad,
sino Turquía.
La información sobre la muerte de Bin Laden no es la
primera de Hersh que topa con reacciones escépticas. En los años de la
Administración Bush, Hersh publicó, también en The New Yorker, varios
reportajes que sugerían que EE UU preparaba un ataque contra Irán. Nunca
ocurrió. En los noventa publicó El lado oscuro de Camelot, un libro sobre los
escándalos del presidente John F. Kennedy. Durante la investigación, Hersh
utilizó un llamados papeles Cusack, unos documentos falsificados sobre la
relación entre Kennedy y Marilyn Monroe. Al descubrirse a tiempo la
falsificación, Hersh no llegó a incluir los documentos en el libro.
Lo máximo que el periodista puede ofrecer es un borrador,
la mejor versión posible de la verdad en un momento concreto. Sin las fuentes
anónimas, herramienta necesaria para los trabajos de reporteros como Hersh o Woodward,
no habría periodismo de investigación, no habría revelaciones que incomodasen
al poder. Pero las fuentes anónimas contribuyen al juego de sombras. ¿Quién
habla? ¿Qué es verdad? ¿Qué es mentira? ¿Quién engaña a quién? ¿Por qué?
Más de 50 años después del asesinato de Kennedy en Dallas,
siguen circulando todo tipo de teorías conspirativas. Algo parecido puede
ocurrir con la muerte de Bin Laden. Si en algo coinciden la mayoría de críticos
de la última primicia de Hersh y sus apologistas, es que la propia versión de
la Administración Obama contiene suficientes contradicciones y vacíos como para
ser escépticos. La historia se escribe a tientas.
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