domingo, 1 de agosto de 2010

Hernán R. Letelier: “Ver a las prostitutas era para mí ver una palmera en el desierto”


Al ganador del Premio Alfaguara 2010 no le gustan las formalidades ni la falsa modestia. Cree que si su vida ha servido de algo es para contarle al mundo la historia que se creía olvidada: la precaria vida de los mineros y trabajadores de las salitreras del desierto más largo del mundo.

Lissette Rojas/Clave Digital

Trabajaba en una mina salitrera del desierto de Atacama, el más largo del mundo. Se levantaba al alba y buscaba tiempo para leer y escribir poesía y prosa. Un día una novela triunfó y la carrera del que se define como obrero autodidacta se empezó a elevar. “Soy un contador de historias”, dice Hernán Rivera Letelier, (Talca, Chile 1950). Al crecer, el niño que se deslumbraba con las cortesanas del desierto creó un Cristo para una de ellas y lo puso a sus pies.


¿Cómo es el desierto?

Llevo once libros tratando de describir ese desierto. Pero si te lo tuviera que describir en dos línneas: nada arriba, una nada azul, pavorosamente azul sin ninguna nube expósita. Nada abajo, no crece ni la mala hierba. Esas dos nadas divididas por una raya imaginaria que llaman horizonte. Ahí está el desierto.
Tengo la impresión de que los personajes protagónicos suyos son providenciales e insustituibles dentro de sus novelas.
Providenciales. Yo creo que diste con la palabra justa. Ni yo la hubiese podido encontrar. ¿Y sabes por qué son providenciales? Porque yo no los planeo. Yo simplemente me largo a escribir y que me sorprendan. No hago ni esquema ni mapa ni hoja de ruta. Nada. Para mí sería una reverenda lata. Yo escribo por intuición; yo tengo una historia, pero difusa en mi cabeza y me siento a escribir, a encontrarle los detalles, para dónde va, y los personajes van apareciendo y me van sorprendiendo a mí, y si me sorprenden a mí, van a sorprender al lector.

Como don Anónimo, el cautivador “ciudadano esquizofrénico” del Arte de la Resurección

A mí también me cautivó, pero mira como son las cosas del arte. Ese personaje sale nada más y nada menos que para salvar una escena, porque El Cristo va en busca de esta prostituta, se me pierde en el desierto, se me empampa, como dicen allá, y se iba a morir de sed, delirio y no íbamos ni por la página cien. Y si se me moría el Cristo se me acababa la novela. ¿Entonces qué hago? ¿Hago bajar a Dios para que lo salve? De repente, aparece este personaje, que fue para que rescatara al Cristo nomás y seguir la historia. Pero qué pasó: se fue quedando, se fue quedando. Y es un personaje que a mí se me hizo entrañable. Es el primer loco ecológico de este planeta. Barriendo el desierto. Eso sí que es ecologista.

¿Cómo investigó la vida del Cristo de Elqui?

Hubo muy poco del Cristo del Elqui. Él deja de predicar por ahí por el año 53, cuelga la sotana. Y El Cristo se echa al olvido, nadie lo recordaba. Entonces, encontré muy poca cosa. Me salvó que encontré algunos libros de 40 ó 50 páginas que escribió él, donde hablaba sobre la fe, la política y daba consejos. Tuve que ficcionalizarlo y hacer un Cristo como a mí me hubiese gustado encontrar en la calle.

Al escribir, ¿no le causó temor herir susceptibilidades con las analogías cristianas?

Si el escritor se pone a pensar en eso, no podría escribir nada. Absolutamente nada, porque si escribo esto mis hermanos se van a molestar; si escribo lo otro a lo mejor mis amigos se van a molestar, si escribo esto otro puede que se moleste el presidente de la República o Su Santidad el Papa.
A la mierda todo, el primer compromiso del escritor es escribir bien. Lo demás, el compromiso moral, el compromiso político, toda esa clase de compromiso queda en segundo lugar. El primer compromiso del escritor es su escritura. Lo demás es secundario.

¿A qué se debe que usted le dé esa categoría a los personajes prostitutas en sus novelas?

No es que yo les dé categoría. Sencillamente aparecen en el libro y yo las cuento y las canto porque yo las quiero mucho a ellas. En ese desierto yo las veía desde muy niño y siempre me fascinaron. Verlas a ellas era como ver una palmera en el desierto. Yo veía a mis hermanas con el último botón abrochado y una moña firme, porque eran evangélicas. Mi padre era evangélico. Tenían el vestido muy largo, sin nada de pintura en la cara, sin aros, sin pulseras, nada. Todo eso era cosa mundanal. Y de repente veía a estas mujeres llenas de ajorcas y aretes y teñido el pelo, un escote tremendo y la falda corta, hablando obscenamente y a gritos, y me fascinaban. Eran como un oasis en el desierto. Era muy lindo.
La relación que se produjo en ese desierto entre la puta y el minero era una relación distinta a las que se da en cualquier otra parte del mundo. Era una relación que iba más allá del mero comercio sexual. Era una relación de lealtad, de amistad, de cariño incluso. Cuando el minero estaba enfermo, ellas lo cuidaban; cuando al minero le faltaba para pagar un polvo, ellas se lo fiaban, se lo daban a crédito. Lo anotaban en un cuaderno. Claro, pobre del que no pagara después, porque le cobraban en la plaza pública. “Hey lindo, ¿y el polvo que me debes?” Y todo el mundo lo escuchaba (risas).

¿Cómo cayó en Chile, en los círculos literarios, que usted haya ganado el Premio Alfaguara?

(Suspiros) Todavía están cagando fuego. Claro, porque a mí no se me quiere mucho en esos círculos de la alta intelectualidad; como yo soy un obrero, no pertenezco a ese mundo. Entonces, yo les estorbo a muchos sectores de mi país. Tengo amigos, sí, pero muy pocos. Ahora, lo que ellos opinen a mí, maní, como decimos en Chile.

Usted, que se define como un obrero, ¿no se siente presionado cada vez que tiene que reunirse con intelectuales?

Los que se tienen que sentir presionados son ellos, porque ellos saben cómo yo soy y que voy a ser así delante de quien sea. Yo soy un tipo antisolemne, antigrave, anti cualquier tipo de acartonamiento. Yo soy un contador de historias. Y es tanto así que en mi país yo me presento solo. Cuando hay una presentación de libros, yo no soporto presentadores. Son una lata. Sacan diez hojas escritas, se ponen a leer y hablan de cualquier cosa menos de la obra. Ya no me ponen presentadores.

¿Ha cambiado la situación de los trabajadores de las salitreras?

Ha cambiado en la forma pero no en el fondo. Ya no se trabaja como antes. Hay maquinarias, está más moderno. La tecnología ha aliviado mucho el trabajo. Pero la exploración, los fondos malos y todo eso, el paisaje donde se trabaja, el clima es horrendo. Eso continúa igual.

¿Ha influido la novela para que se conozca esa situación?

No sé si tanto así. No sé si una novela pueda cambiar eso. Lo que sí ha pasado, y lo digo con mucho orgullo -porque la falsa modestia me da en las pelotas y los falsos modestos también- lo que ha pasado es que si mi vida ha servido de algo, es para resucitar una historia que estaba como olvidada, que la querían olvidar, que la querían enterrar, porque es muy estorbosa para ciertos sectores políticos de mi país. Entonces, la resucité, la desenterré y se la estoy mostrando a las generaciones nuevas.
Mis libros se leen en todas las universidades y colegios del país. Y en el extranjero. Y eso de que la generación actual conozca la historia, ya para mí es un triunfo.

Hay escenas que me parecen de Juntacadáveres y de La Guerra del Fin de Mundo ¿Hay influencias de Onetti y Vargas Llosa en su escritura?

Tengo la influencia de todos ellos. Son mis maestros. Yo soy un autodidacta ciento por ciento. Yo nunca he ido a una clase de literatura. Nada. Lo poco que sé lo aprendí leyendo a esos maestros, a los de los 60, los 70. Yo siempre lo digo, lo reconozco y por qué lo voy a negar: yo le debo un poquito a cada uno de esos escritores que yo leí y que releo aún y que les robo cosas aún. En especial a Rulfo. Rulfo es mi Dios. García Márquez, por supuesto, Borges, Cortázar, Cabrera Infante, Lezama Lima, Carpentier y Onetti. Y Leopoldo Marechal, un argentino que conoce muy poca gente. Yo creo que tú lo conoces porque te brillaron los ojos.

Sí. Adán Buenosayres...

Adán Buenosayres es para mí casi la Biblia. Yo escribía poesía. Durante quince años. Lo mío era la poesía, la novela era cosa de tontos; no era el poder de la palabra, decir el mundo en una línea. Y un día en la biblioteca del campamento, que ya me había leído todo lo que había de poesía, empiezo a revisar arriba, en unos anaqueles donde nunca había llegado. Lleno de polvo de pronto veo un lomo que dice Adán Buenosayres y me encantó el título, de un tal Leopoldo Marechal que no conocía. Cuando leo la entrada quedé loco y dije: ¡No! Se puede hacer poesía en prosa. Y me deslumbré y bajé casi levitando. Le dije a la señora me llevo éste. Y saca la tarjetita de atrás y está incólume. Nadie lo había leído. Me lo llevaba a la mina, me lo traía. Deslumbrado. Con él intuí que yo alguna vez iba a escribir una novela. Al año después dije: voy a releerlo. En el último año, en el 95, cierran el campamento, mi novela había triunfado y yo no le iba a trabajar un día más a nadie. Voy por última vez a buscar Adán Buenosayres. Siete veces mi nombre ahí y ninguno más. Dije: Este libro es mío. Y me lo pelé (me lo robé) (risas).

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