martes, 5 de enero de 2010

Sandro: Un músico de rock

Por Eduardo Slusarczuk

Es posible que el día que Sandro ganó el Primer Festival Buenos Aires de la Canción haya marcado su alejamiento casi definitivo del rock, al que volvería de vez en cuando. A veces como alguien que rescata gestos de su pasado. A veces como una parodia de lo que fue.

Sin embargo, el tiempo le devolvió su corona de pionero de un género que balbuceó sus primeras palabras en castellano con su voz y la de otros pocos. El tiempo, y muchos músicos que reconocieron su condición de adelantado.

Cuenta la historia que su primera ovación la recibió cuando, en plena actuación, se rayó el disco de Elvis sobre el que hacía play back. Y el chico de apenas 13, rápido de reflejos, siguió cantando en un inglés que inventaba a medida que se consumían los versos de la canción.

A partir de ese momento, la vida de Sandro y el rock recorrerían juntos un largo camino. Primero, en dúo con su amigo Enrique Irigoytía, por sus rincones de adolescencia, en Valentín Alsina. El Bar Pancho, el salón La Polonesa, el Recreo Andrés, en Villa Jardín. Después, con el Trío Azul, por algunos clubes algo más allá de las fronteras barriales. El trato era simple: rock and roll a cambio de la entrada, una cerveza y un sándwich.

El paso siguiente fueron Los Caniches de Oklahoma, para quienes escribió su primera canción. Viajes más largos. Giras suburbanas que lo alejaban cada vez más de sus calles de infancia. Como un anticipo de lo que ocurriría muchos años más tarde, el muchacho que iba cantando por ahí siempre volvía al Bar Pancho. Como después regresaría una y otra vez a su fortaleza de Banfield.

El Bar Pancho. En esa usina de ideas y de sueños un día Héctor Centurión, Miguel Vázquez, Armando Quiroga, Carlos Ojeda y Roberto Sánchez le pusieron nombre a un proyecto que dejaba de ser parte del humo del local, y nacían Los sombrero de copa, que enseguida fueron Los de Fuego. Un combinado de ideas y sueños que tenía por delante ni más ni menos que la tarea de traducir el rock a la lengua de la Reina del Plata.

Con Roberto Sánchez al frente del grupo, a fuerza de presencia y sacudones de pelvis, Sandro y los de Fuego se instalaban como una alternativa en la escena musical porteña y bonaerense. Mientras las chicas se desarmaban ante el mito en gestación, Nicolás Mancera le daba horas de pantalla, a pesar de que el paso del grupo por el estudio dejara alguna cámara rota como recuerdo.

En plena pendiente ascendente, Sandro apostó en 1963 algunos pesos a un emprendimiento compartido con Pajarito Zaguri. El boliche de jazz que subalquilaron estaba en Pueyrredón y Juncal, y se llamaba La Cueva. Por ese mismo lugar pasaron noche tras noche, entre otros, Javier Martínez, Miguel Abuelo, Litto Nebbia y Moris, a quien Roberto Sánchez le prestó su guitarra para grabar Rebelde, con Los Beatniks. Kilómetro cero del rock nacional para muchos de sus historiadores, aunque por entonces, Sandro y los de Fuego llevaban un par de LPs grabados, en los que se mezclaban temas como Hay mucha agitación y Hippie hippie shake, con algunas canciones de los cuatro ingleses que cambiarían para siempre el rumbo de la música popular. Anochecer de un día agitado, Boleto para pasear, Perseguiré al sol y Música de rock and roll eran algunos títulos de Los Beatles que Ben Molar pasó al castellano, y a los que Sandro les puso voz y pasión.

Y con el fenómeno en expansión, arreciaron las críticas. "¿Por qué, en definitiva, han relegado al tango y a los ritmos definidos, llámense milongas, cielitos o cuecas, al nivel de la música para minorías?", citan de un número de la revista Primera Plana de 1964 Diego Fischerman y Abel Gilbert, en su libro Piazzolla. El mal entendido. Para completar la foto de época con una carta publicada en Juventud, un órgano de la Federación Juvenil Comunista, en la que un lector, al referirse a los Fab Four, unos imitadores de Los Beatles que estaban por llegar al país disparaba en sintonía con el efímero ministro porteño Abel Posse: "Creo que no se debe permitir que los que quieren imbecilizar a nuestra juventud se la lleven de arriba".

Sin embargo, las nuevas tendencias ganaban la pelea por knock out, aunque con nuevos abanderados que, de a poco, ocuparían el lugar que dejaría vacante el final de aquel viejo proyecto nacido en el Bar Pancho. Era 1966 y de la mano de Oscar Anderle, Sandro iniciaba su reinvención en clave de baladista romántico. Al año siguiente llegaría el primer premio en el festival, y un nuevo mundo lo recibía con los brazos abiertos para consagrarlo "Sandro de América". La parte más conocida de la historia.

Pero hubo un capítulo más de Roberto Sánchez y el rock. El que escribió primero León Gieco, cuando dos décadas atrás lo invitó a grabar la canción Mi amigo, en su álbum Semillas del corazón. Donde contrastaba, no por casualidad, con Cantorcito de contramano, escrita para quien fuera durante un largo tiempo el competidor directo de Sandro por el gusto popular. Que continuaron unos años después, en 1991, Charly García y Pedro Aznar, cuando lo convocaron para una memorable versión de Rompan todo, de Los Shakers, registrada en Tango 4. Y que coronaron, en 1998, en un gesto que replicarían desde entonces no pocos artistas "del palo", Divididos, Attaque 77, Bersuit, Caballeros de la quema, Los Fabulosos Cadillacs, Virus y Los Visitantes, entre otros, en Tributo a Sandro. Un disco de rock. Un disco dedicado al pionero. Al primero.

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