Luis Beiro
La Habana, Cuba.- Los atardeceres cubanos también son apacibles. Y la
gente se reinventa y se divierte porque tiene amplitud de espacios para
hacerlo. Por ejemplo, en el cine de ensayo “La Rampa”, casi frente al malecón
de La Habana y en la emblemática avenida que lleva el mismo nombre, se
estrena el filme ruso “Leviatan”, una historia ganadora de infinidad de premios
internacionales y prohibida en Moscú. ¿Las causas? Un corrupto e intocable
alcalde exhibe en la pared de su despacho una foto de Vladimir Putin. Como si
esto fuera poco, un grupo de simples ciudadanos va de cacería y, para tiros de
práctica, colocan como diana retratos de los camaradas Lenin, Stalin, Brézhnev
y Gorbachov. Las filas de cubanos para disfrutar esta obra comienzan temprano
y, en poco tiempo, el cine se llena.
Cuba es una eterna magia donde los rayos solares se
bifurcan. Unos cruzan por encima de la gente que no oculta su acento local y el
otro viaja directo al corazón en busca de razones que han quedado atrás, como
las buenas historias de ficción, donde los malos de la película trastocan su
suerte y por primera vez, son capaces de mirarse en el espejo. Cabría entonces
la pregunta ¿Quiénes son ellos?.
La ciudad no parece darse cuenta de que vive un hecho
trascendental. Por primera vez en 54 años, la bandera de los Estados Unidos
ondeará en suelo cubano ante la mirada aprobatoria del Partido Comunista, en el
mismo sitio donde un cartel histórico advierte: “Sepan, señores imperialistas,
que no les tenemos ningún miedo”.
Es como si el miedo fuera detenido en el tiempo por un
abrupto hechizo del destino. Pero en Washington pasará exactamente lo mismo. La
bandera cubana ondeará muy cerca de la Casa Blanca, algo que la mitomanía nunca
aceptará como razón cierta.
El “juego” ha terminado. O acaba de comenzar. El odio se
atenúa. Las tensiones se marchitan y la política va cediendo ante el empuje de
la lontananza. Oficialmente, todo está decidido. Los actos oficiales no serán
nada más que eso: actos oficiales. Los “papeles” no se invertirán. Como si
fuera un flamante juego de béisbol (pasión tanto para norteamericanos y
cubanos) cada equipo entregará el “linenup” a su contrario, se estrecharán las
manos delante de un árbitro “imparcial” y el verdadero juego fraternal
comenzará para el disfrute de la fanaticada.
Hay algo raro en el ambiente. Algo que huele a quemazón.
Cada cubano, además de su buena educación, su cultura y sus buenos hábitos
ciudadanos, guarda cierta mueca que no es difícil descubrir. “Son las palabras
del trasfondo, Beiro, aquellas que el poeta Rolando Escardó consagró como
título de un poema memorable”, me explica un familiar cercano que descubre de
pronto el registro de mi cuerpo dentro del espacio de tiempo que ahora me toca
vivir en esta isla que no se cansa de ser ella misma.
El pueblo en las calles
Los llamados “almendrones” están de moda en La Habana. Son autos antiguos que sirven de concho ante el poco fluir de los ómnibus estatales. Cobran diez pesos cubanos por pasajero y cubren casi todas las rutas de la ciudad, sin formar tapones y respetando las leyes del tránsito. Me monto en el asiento delantero de uno de ellos, junto a una muchacha veinteañera que me sonríe como si adivinara mi condición de “extraterrestre”. Le doy conversación. Le pregunto tonterías relacionadas con el clima, el medio ambiente y la música urbana. Ella sonríe. Sonríe mucho. Intento sacarle alguna palabra, pero parece entretenida escuchando la banda sonora de las calles. El chofer, joven también, se da cuenta de mi insistencia con la joven y ahora me pregunta de dónde soy y que quiero. Ahora yo soy el que sonríe. Casi hecho una carcajada y le enseño mi carné de periodista y enciendo la grabadora. ¿Cómo será todo después de ahora, qué expectativa tienen ustedes ante las nuevas relaciones con Estados Unidos? La joven me responde primero. Lo hace breve y sin pelos en la lengua. “Ya estamos acostumbrados a vivir sin esas relaciones. Bienvenidas sean, pero en verdad, no nos hacen falta. Lo malo ya pasó”. Habla sin temblarle la voz y después de hacerlo, mira mis ojos y sonríe como invitándome a dejarla en paz. El chofer, también quiere opinar y aprovecho su entusiasmo para grabarle sus palabras, más breves que las de la pasajera: “Mucho habrá que olvidar, pero todo podrá olvidarse porque ya estamos cansados de todo. De todo”.
Los llamados “almendrones” están de moda en La Habana. Son autos antiguos que sirven de concho ante el poco fluir de los ómnibus estatales. Cobran diez pesos cubanos por pasajero y cubren casi todas las rutas de la ciudad, sin formar tapones y respetando las leyes del tránsito. Me monto en el asiento delantero de uno de ellos, junto a una muchacha veinteañera que me sonríe como si adivinara mi condición de “extraterrestre”. Le doy conversación. Le pregunto tonterías relacionadas con el clima, el medio ambiente y la música urbana. Ella sonríe. Sonríe mucho. Intento sacarle alguna palabra, pero parece entretenida escuchando la banda sonora de las calles. El chofer, joven también, se da cuenta de mi insistencia con la joven y ahora me pregunta de dónde soy y que quiero. Ahora yo soy el que sonríe. Casi hecho una carcajada y le enseño mi carné de periodista y enciendo la grabadora. ¿Cómo será todo después de ahora, qué expectativa tienen ustedes ante las nuevas relaciones con Estados Unidos? La joven me responde primero. Lo hace breve y sin pelos en la lengua. “Ya estamos acostumbrados a vivir sin esas relaciones. Bienvenidas sean, pero en verdad, no nos hacen falta. Lo malo ya pasó”. Habla sin temblarle la voz y después de hacerlo, mira mis ojos y sonríe como invitándome a dejarla en paz. El chofer, también quiere opinar y aprovecho su entusiasmo para grabarle sus palabras, más breves que las de la pasajera: “Mucho habrá que olvidar, pero todo podrá olvidarse porque ya estamos cansados de todo. De todo”.
La Plaza de la Revolución y sus calles aledañas visten de
esplendor. Las zonas del Vedado, Infanta y el Municipio Plaza reflejan
pulcritud. No hay papeles, ni botellas plásticas, ni zafacones
desbordados por las calles. “Solo en los barrios periféricos se aglomera
la basura, en el centro de la ciudad el problema está resuelto”. Dolores dice
llamarse la mujer que me interrumpe la infidencia que comento con un colega que
trabaja en el área administrativa de la Escuela Internacional de Periodismo
“Hay de todo -comenta el colega- a veces, pasan los días y no se recogen los
zafacones; la basura se acumula. Lo que sí le puedo asegurar que hay una conciencia
social muy marcada. Aquí la gente no tira papeles ni desechos en las calles. No
es por conciencia o patriotismo, sino por un simple acto de educación. Los
desperdicios hasta se guardan en los bolsillos o en los bultos personales y no
se desprenden de sus dueños hasta que estos no los depositan en el zafacón más
cercano”.
Nadie me quiere hablar de política. Por más que pregunto,
la gente me mira con indiferencia y sigue de largo sin reparar en mi grabadora
encendida. Ni a favor, ni en contra del hecho histórico que acaba de ocurrir.
“Aquí a la gente le interesa poco la política. Cada quien está en lo suyo. Ya
estamos cansados de tanta política. Aquí ahora hablamos de poética”. Quien
habla es miembro del cuerpo de vigilancia de una institución estatal. El hombre
pasa ya de los sesenta años. Me confiesa que estudió diseño industrial y
ejerció su carrera por varios años, pero que ahora, casi en la edad de retiro,
puede conseguir un beneficio salarial en moneda libremente convertible (C.U.C)
como custodio. “Pregúntele a cualquiera en la calle. No le miento si le digo
que a más del 90 por ciento de la población cubana de hoy no le interesa la
políticaÖ eso se deja a los dirigentes, a los jefes, a los que gobiernan.
Nosotros los de abajo llevamos 54 años tratando de sobrevivir a como dé lugar y
lo que estamos viviendo hoy lo hemos alcanzado con mucho sacrificio personal,
familiar y humano”, casi gime.
Algunos patrioteros me asaltan. Grabo sus intervenciones
pero no las reproduzco. Nada nuevo aportan a esta historia donde todo parece
indicar que la sociedad cubana está a punto de superar el temor de mirarse en
su propio espejo. Muchos consideran que, a partir de esas nuevas relaciones, el
país mejorará. El turismo, el comercio, el fin del embargo traerán el fortalecimiento
a la maltrecha economía de la Isla. Sin embargo, todos (tirios y troyanos)
coinciden en algo. Por muchas banderas, edificios, relaciones, discursos e
inversiones, la Cuba de hoy no será la de ayer, ni mucho menos, “made in USA”.
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